Extinción, nuestra última esperanza.

CAPÍTULO IX: Consuelo de tontos.

Z E F E R

Desde que pasó la fiesta los días se volvieron eternos. No sentía deseo alguno de salir de mi habitación, mi apetito había disminuido considerablemente, y mis horas de sueño se habían visto alteradas de forma drástica. La opresión que sentía en el pecho era tal, que me levantaba por la noche, y lo único que hacía en cuanto abría los ojos, era observar el techo y contar las diminutas grietas que había allí.

Durante el día, la rutina era la misma. Me la pasaba dentro de mi habitación leyendo todos los libros que tenía en un pequeño librero, y luego de escoger el que más llamara mi atención, salía al balcón. Este se había vuelto mi zona segura por así decirlo, ya que este era el único lugar donde el olor de Eleonor no llegaba. Pero, por más que buscara la manera de mantener mi corazón tranquilo, era mi mente la que me terminaba jugando en contra, el ser consciente de que ella estaba aquí, a tan solo unos metros… dolía. Y mucho.

Cuando me veía obligado a salir de esta pequeña burbuja, por inercia terminaba posicionándome afuera de la habitación de Jaft. No la llamaba, ni tampoco ingresaba a sus aposentos, pero las ganas no me faltaban de hacerlo.

Era algo masoquista de mi parte hacerlo, lo sé. Es que el simple hecho de recordar las cosas que viví con ella desde cachorro provocaba que mi corazón palpitara como loco. Extrañaba su risa, sus besos, y anhelaba volver a sentir nuevamente el calor de su cuerpo. Pero ya nada de esto me correspondía, ahora quien ocuparía mi lugar sería mi hermano.

Lo odiaba. Odiaba que el siempre obtuviera lo que yo más anhelaba. Odiaba que Giorgio siempre hiciera lo mismo. Detestaba que él siempre me quitara aquello que yo más amaba. Él único propósito en la vida de mi padre, era verme sufrir.

Desde que tengo uso de razón esto siempre fue así, Giorgio siempre colmaba de cosas a Jaft, ya que el era su hijo predilecto, el elegido, su favorito únicamente por ser su primogénito. Mientras que yo, siempre me debía de conformar con andar a la sombra, recibiendo las migajas del resto.

¿Por qué las cosas eran tan diferentes conmigo?, ¿Acaso yo no era también su hijo?

Dolía aceptarlo, pero conforme fui creciendo aprendí lo siguiente: No confíes en nadie, en especial en tu propia familia. Únicamente debía ver por mí. Solo debía importarme mi bienestar sin importar el resto. Debía encabezar mi lista de prioridades así pisoteara al resto. Me había encargado de construir una coraza dura durante todos estos años que me volvieron un ser indestructible. Pero inevitablemente había momentos, como ahora, donde aquella seguridad y confianza que poseía terminaba por desvanecerse.

El día de la fiesta había servido para darme un trago amargo de realidad. La vida se encargó de recordarme que yo solo era el segundo y que jamás obtendría lo que deseaba. Y me odiaba a mi mismo por ser consciente de esto, ya que me hacía sentir débil, humillado, y por sobre todo, desolado.

Para mi Eleonor representó un oasis en medio de este desierto. Pese a que ella tenía sus defectos, cuando me encontraba a su lado nada más importaba ya que me traía paz. Estuvo presente en la época más difícil de mi vida y fue el pilar me que mantuvo en pie cuando estuve al borde del colapso. Le debía tanto, y por eso mismo la amaba sin juzgarla, sus imperfecciones eran perfectas para mí, ya que ella tampoco tomaba en cuenta mis defectos. Ni siquiera me importaba con cuantos ella pudo haber estado, cuando la necesitaba siempre estaba… como yo lo estaba para ella.

Y es por este amor enfermizo y caprichoso que había procurado tener todo bajo estricto secreto. Guardé de forma recelosa mis sentimientos y evité compartirlos con alguien para evitar que Giorgio se enterara. Pero lo único que hice durante todo este tiempo fue prolongar lo inevitable, en mi destino no estaba escrito que fuera feliz a su lado. Mientras yo más amara a alguien, de una u otra forma, él terminaría alejando a esa persona de mi lado.

Fui un imbécil al pensar que le estaba viendo la cara. A ese sujeto nada se le escapaba, nadie podía engañarlo, siempre estaba diez pasos delante del resto ya que tenía poder e influencia. Era un lobo astuto, eso había que aceptarlo.

—Zefer —los golpeteos de la puerta me sacaron del trance en el cual me encontraba. Al reconocer la voz, suspiré cansado. Era Jaft—. Vamos, Zefer. Debemos hablar —dijo de forma pausada. Lo escuché resoplar al otro lado y yo tan solo me limité a blanquear los ojos.

Ya estaba cansado de mi rechazo, día tras día había venido de forma religiosa a pararse al otro lado de mi puerta para conversar. Pero yo simplemente me había negado a dialogar, él era la última persona con la cual deseaba entablar una conversación.

—Lárgate—le respondí mientras me acomodaba aún más en mi silla. Tomé el libro que reposaba en mi regazo, lo coloqué sobre mi rostro y cerré los ojos.

Mi hermano era algo idiota, ya debería de haberse dado cuenta que no deseaba oír sus excusas lastimeras. Escuché otro golpe, él volvió a llamarme. El picaporte se movió de izquierda a derecha, pero yo me mantuve allí, impasible, restándole importancia al bullicio que estaba generando.

—¡No me iré sin que hablemos! —Jaft volvió a girar la perilla con fuerza, incluso más que otras veces, pero ni siquiera me inmuté, dejé que siguiera haciendo su espectáculo.
—Jaft, hablo enserio —resoplé—. Y te juro por todo lo santo y sagrado, que esta es la única que obtendrás de mí —le respondí con molestia mientras retiraba el libro de mi rostro—. Si te atreves a cruzar esa puerta, no me va a importar que por nosotros corra la misma sangre, ni que seas el próximo regente, te romperé el rostro a punta de golpes. Así que, largarte.
—¡Suficiente! —escuché que gritó furioso desde el otro lado—¿Sabes qué? ¡Me cansé! ¡Felicidades, Zefer! Lograste que pierda los estribos. Deja de compórtate como un cachorro y actúa como alguien de tu edad.




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