Extinción, nuestra última esperanza.

CAPÍTULO XXX: Tengo que protegerte.

TERRENO INHABILITABLE

Las nubes de lluvia comenzaron a hacer acto de presencia en el horizonte, opacando el cielo limpio y despejado de aquella tarde en particular. Poco a poco aquel manto oscuro fue expandiéndose hasta que el sol quedó oculto detrás.

Las gotas de lluvia comenzaron a caer, los edificios destruidos que apenas se mantenían en pie, fueron poco a poco acumulando charcos de agua en sus suelos avejentados, y la vegetación que había dentro debido a la nula existencia de alguna civilización, recobró vitalidad.

El chirrido de algunas edificaciones que caían retumbaba a lo lejos, y aquel estruendo podría provocar que hasta el más valiente temblara de miedo. Aparentemente nadie se atrevería a vivir, o a pasar si quiera por ese lugar, pero en medio de aquella penumbra, una silueta de capucha negra fue poco a poco haciéndose visible en el horizonte.

El misterioso sujeto empujaba una carreta de madera, la cual se encontraba recubierta por un telar que mantenía protegido lo que transportaba. Miraba en todas direcciones, asegurándose que nadie lo estuviera siguiendo, y se mantenía a salvo de los pedazos de concreto que caían de los edificios.

Por momentos el lodo dificultaba que siguiera con su camino, pero la fuerza que empleaba para empujar terminaba moviendo las ruedas de madera.

Comenzó a tararear una melodía que una vieja amiga le enseñó hace mucho tiempo, pero en cuanto el eco rebotaba en las paredes de ese desolado lugar provocaba que su voz se distorsionara, y aquel hermoso canto terminaba deformándose en una melodía escabrosa.

Luego de caminar por veinte minutos más finalmente se detuvo frente a un edificio que poseía una cruz despintada en el frontis, hizo a un lado unas vigas de metal ya oxidadas y luego de pasar su carreta por la entrada, volvió a cerrarla tras de sí.

A diferencia del resto de los edificios que lo rodeaban este lugar en particular estaba un poco más conservado, las paredes no estaban tan resquebrajadas y los ventanales, aunque estaban algo rotos, aún se mantenían en su lugar.

Al ingresar por las mamparas de vidrio, se dirigió hacia la derecha y se detuvo frente a una puerta de metal que tenía un triángulo de metal con franjas negras justo al centro, y un poco más abajo, había una enorme rueda en el centro. Sus garras filudas se asomaron desde debajo de la capa, sujetó la rueda y comenzó a girarla con algo de dificultad, pero tras darle tres vueltas, finalmente el sonido metálico le indicó que ya estaba abierta. 

Tiró de la pesada puerta hacia él y luego introdujo sus cosas dentro para finalmente encerrarse desde adentro.

—Maldición —exclamó al darse cuenta que su ropa debajo se había mojado.

En cuanto se retiró la capa oscura su larga cabellera rojiza cayó pesadamente hasta su cintura, la sujetó, y luego de escurrirla un pequeño charco se formó bajo sus pies. Luego, se quitó la ropa, la tendió sobre un cordel y se puso algo seco encima que pudiera devolverle el calor a su cuerpo.

—Maldito clima, comenzó a llover de la nada.

Una vez que estuvo seco comenzó a desempacar lo que llevaba dentro del carruaje, y por fortuna, ninguna de sus provisiones se había mojado. Poco a poco fue organizando todo hasta que la carreta quedó vacía, en esta ocasión, Giorgio lo había premiado con algunos licores caros de su colección privada.

Al finalizar sintió como su cuerpo estaba algo agarrotado, comenzó a masajear sus hombros para quitar aquella sensación y posteriormente tomó asiento en uno de los sillones mullidos que tenía.

Se acercó hacia una enorme capsula, tomó una tablilla de anotaciones, y empezó a tomar los datos que figuraban en el monitor. Diariamente tenía que hacer ese trabajo, ya que necesitaba saber como iba evolucionando el pequeño experimento.  

—Fascinante —dijo mientras sujetaba una manzana y daba un mordisco.

Nunca antes había trabajado en un proyecto de esta magnitud, y si bien todo estaba avanzando favorablemente, Shikwa no podía evitar sentirse inquieto por la rapidez con la que el cuerpo se había desarrollado. Los documentos que tenía en su poder daban un tiempo estimado de nueve meses de creación, pero este cuerpo en particular, se había desarrollado en la mitad del tiempo previsto.

—Sencillamente, no lo entiendo.

Por más que trataba de encontrar una respuesta a las interrogantes que se formulaban en su cabeza, simplemente no podía hacerlo. Por más que analizara la información una y otra vez, no había manera en la cual pudiera llegar a una conclusión coherente.

El poder preparar todo le había tomado años de preparación y muchos intentos fallidos en el proceso. Probó y falló infinidad de veces tratando de generar fórmulas que lo ayudaran a suplantar ciertos elementos que en ese mundo no existan, y cuando había estado a un paso de rendirse, la tan ansiada respuesta llegó a él una noche mientras estaba durmiendo.

—¿Habrán sido los reemplazos que usé? —no pudo evitar preguntarse a si mismo mientras se dejaba caer aún más sobre el sillón.

Un bostezo involuntario escapó de sus labios, había estado despierto por aproximadamente veinticuatro horas así que sus ojos prácticamente se cerraban solos.

Tornó su rostro hacia la capsula y observó nuevamente el cuerpo de la Hanoun de cabellera negra que se encontraba en posición fetal. Giorgio había sido muy específico al darle órdenes. Deseaba que ella volviera a toda costa, y él cumpliría eso al pie de la letra, pero no por los motivos que él esperaba.

Cuando ella murió fue el segundo día más trisque que tuvo en toda su vida. No sabía que era lo que había pasado en el palacio, pero jamás se quedó con la versión de Giorgio. No había que ser demasiado inteligente para darse cuenta de que Lyra jamás lo quiso, y finalmente Giorgio entendió esto y se encargó personalmente de sacarla del camino.

Él jamás pudo domar a la antigua Lyra, y lo que buscaba con la Hanoun que aún dormía plácidamente dentro de la capsula, era exactamente lo mismo. Quería poseerla, y al no tener recuerdos o personalidad, lo que buscaba era moldearla a su antojo.




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