Extinción, nuestra última esperanza.

• E P Í L O G O •

ZEFER

El funeral de los padres de Eleonor terminó más rápido de lo que hubiera esperado, aunque para ser franco, lo que menos podía hacer en ese momento era prestar atención a otra cosa.

En más de una ocasión Celine me había tenido que golpear para que al menos fingiera que me importaba lo que estaba pasando, pero la tarea era titánica de realizar. Por más que trataba de apartar la mirada mis ojos siempre la buscaban, y el hecho de estar tan alejado de ella en estos momentos, generaba un sentimiento demasiado doloroso

Los nobles se acercaron hasta nuestra familia y le dieron palabras de aliento a Eleonor, pero Clematis y Argon aprovecharon el tumulto de la gente para escabullirse nuevamente en el frondoso bosque.

—Es mejor que se vaya —dijo Celine a mis espaldas.
—Sé que es mejor que lo haga, pero me duele no ser la persona que pueda apoyarla justo ahora.
—Argon podrá con la tarea, es un buen amigo ¿No?
—Lo es —afirmé—, pero eso no disminuye la sensación de culpa que siento por no haberlas podido proteger.

La imagen de Clematis escarbando la tumba con sus propias manos era algo que jamás podría olvidar. Era el causante de que ella estuviera atravesando por tal sufrimiento en este momento, y eso solo acentuaba el odio que sentía por mí mismo.

Jamás podía defender a quienes amaba.

Siempre terminaba dañando a aquellos que más me importaban.

Los demás se fueron de regreso al palacio, pero yo decidí ir a la tumba de mi hija para estar con ella así fuera por poco tiempo. Desde ese fatídico día, transitaba el mismo trayecto con el único objetivo de ir a verla.

Siempre que estaba allí sentado en el suelo al frente de su tumba, no podía evitar imaginar como hubiera sido ella. Mi mente jugaba en mi contra con el único objetivo de acrecentar mi dolor.

Sentía como había una herida profunda dentro de mí corazón. Era una sensación que nunca antes experimenté y ni siquiera podía imaginar como se sentiría Clematis en estos momentos. Ella la tuvo dentro de su cuerpo, la sintió crecer, le brindó tanto cariño como pudo. Fue la primera en enterarse de su existencia, y fue también la primera en verla… sin un rastro de vida.

—¿Sabes algo? —le dije mientras observaba el pequeño montículo de tierra—. El día de ayer soñé contigo —no pude evitar sonreír al recordarlo—. Era extraño... podía sentir tu pequeño cuerpo recostado entre mis brazos mientras acariciaba tu cabellera rojiza —mis ojos comenzaron a arder conforme hablaba—. Estoy seguro de que hubieras tenido el mismo cabello hermoso que tiene tu madre.

Quise seguir hablando, pero el nudo que se formó en mi garganta me impidió continuar. Retuve el aire dentro de mis pulmones mientras frotaba mis ojos con la manga de mi camisa, inhalé y exhalé varias veces una cantidad considerable de aire para retener mi llanto, pero era algo imposible, por más que mordía mis labios. No podía tener las lágrimas, me dolía demasiado todo esto.

Cerré los ojos con fuerza y algunas lágrimas terminaron saliendo, coloqué mis manos sobre el rostro para taparme y comencé a llorar, en el proceso ahogaba algunos pequeños quejidos que salían.

El bosque era silencioso, tranquilo, tan solo se escuchaba el canto de los pájaros. Descubrí mi rostro y observé hacia el cielo, las nubes se encontraban teñidas de un tono grisáceo, comenzaría a llover dentro de poco.

Nuevamente observé hacia la tumba, y luego, observé a la que se encontraba al lado, deposité algunas flores sobre ella y me levanté lentamente del suelo. Aquel día, sin saberlo, enterré a la madre de Clematis, y ahora, ella se encontraba cuidando de nuestra hija hasta que nosotros volviéramos a reencontrarnos con ella.

Agaché la mirada y observé el montículo, entrelacé mis dedos al frente y volví a suspirar pesadamente.

—Nunca he sido alguien que sepa expresar correctamente lo que siente, hija. Incluso con tu madre tuve que aprender a hacerle llegar lo que sentía —me detuve brevemente para calmar mi respiración—. Pero pese a el desastre de ser vivo que soy, quiero que tengas la certeza de algo. Te juro, mi amada bebé, que de haber sabido que llegarías a mi vida, hubiera hecho hasta lo imposible por verte feliz.

Mientras decía esto me agaché y dejé las flores restantes que había recogido en el camino sobre su pequeña tumba.

—Sin haberte conocido, has sido lo más grande que me ha pasado. Y te juro, por todo lo santo y sagrado de este mundo, que tu muerte no quedará impune.

En cuanto terminé de hablar con ella comencé a alejarme de las tumbas, pero bastó solo que diera algunos pasos para que uno de los guardias de Giorgio se acercara hasta mí. No pude evitar molestarme, lo que menos deseaba era que los soldados

—Mi señor, lamento interrumpirlo, pero es necesaria su presencia en el palacio.
—¿Cuál es el motivo? —respondí de forma tajante a lo que él se sobre encogió.
—Es con respecto a la sirvienta que desapareció hace unos días... —musitó bajo, pero si alcancé al oírlo.

En cuanto terminó de hablar comencé a correr en medio del bosque rumbo al carruaje que estaba aguardando por mí en la aldea humana. El guardia se encontraba corriendo atrás de mí para darme el alcance, y a su vez, logré escuchar a los demás guardias que hasta ese momento se habían mantenido ocultos correr en medio del bosque. Los observé de soslayo, y una vez que estuve frente al carruaje me introduje con rapidez para volver al palacio.

Cuando las viejas rejas de metal se abrieron, esperé que la velocidad solo disminuyera un poco, luego, abrí las puertas para llegar aún más rápido y salté. El cochero se asustó, pensó que me había golpeado, pero pese a que se encontraba llamándome, decidí ignorarlo, debía llegar lo antes posible.

En cuanto abrí las puertas estas golpearon las paredes, cada una a cada lado respectivamente. Vi hacia el frente, y allí, de rodillas en el suelo se encontraba Meried, ella lloraba a todo pulmón, su rostro tenía algunas marcas violáceas, la habían golpeado; uno de sus ojos estaba hinchado y su labio despedía una pequeña hilera de sangre hacia su mentón. Dos guardias estiraban sus brazos hacia atrás, y Meried, ante el desconcierto, no lograba gesticular alguna oración coherente.




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