Extra: La lista de Maia

EXTRA

Un año después…

Sé que algún día leerás esta carta y que tus lágrimas caerán como un torrente, pero no llores, amor. Estoy aquí, justo a tu lado. Lo sé, me sientes en cada instante, en cada suspiro… Aquí estoy, y siempre estaré. Has sido tan valiente, Pavel. Mírate: el tiempo ha pasado, y aún así sigues de pie, luchando cada día. No sé cuánto resistí yo para que esta carta llegara hasta tus manos, pero sé que no me arrepiento ni un segundo de cada instante vivido contigo, de cada latido compartido. Lo hice todo por ti, por nosotros, y porque el amor que me diste fue mucho más de lo que alguna vez soñé tener. Eres el hombre perfecto, mi vikingo.

Hoy, quiero dejarte libre, amor mío. Te libero, porque tu amor es un regalo que no debería perderse en el sufrimiento. Alguien más merece conocer esa intensidad que sólo tú sabes dar, esa forma tuya de proteger y amar sin medida. Sé que tus días han sido oscuros y que has derramado más lágrimas de las que imaginabas, pero mereces volver a sonreír, a reír hasta quedarte sin aire, a sentirte amado y pleno. No dejes que el vacío te consuma; nuestro amor no fue para atarte en el dolor, sino para enseñarte a vivir con más intensidad.

Por favor, no dejarás de visitar a mis padres y a Matías. Ellos necesitan verte, y yo siento cómo también extrañan el calor de tu abrazo. Aún los veo cada noche, y sé que, de alguna manera, cada vez que miran al cielo me buscan en las estrellas. Cuando te detienes a mirar el cielo, yo también lo hago. Porque, aunque no pueda abrazarte, sigo viva en cada rincón de sus recuerdos…, en cada memoria que aún habita en ti.

Gracias, Pavel. Gracias por luchar tanto como lo hiciste, a mi lado, por nunca rendirte, por darme unos meses colmados de amor. Has sido mi hogar, mi compañero, y el hombre que no dejaré de amar más allá de esta vida. La eternidad sabe que mi amor por ti no morirá jamás, porque en algún lugar, en algún tiempo, volveremos a encontrarnos, y sé que estaré esperándote.

Tuya, por toda la eternidad. Tu pequeña estrella…, Maia.

Te amo, Pavel Ivanov.

Guardó la carta que encontré entre sus cosas, esa que había estado allí, esperando un año entero. Maia había dejado esta carta pensando en el día en que ya no tuviera fuerzas, pero…, era para mí. Sentí el peso de cada palabra, como si su voz me hablara desde algún rincón lejano del tiempo. Su imagen no se va de mi mente, su última madrugada sigue grabada en mí: cómo me aferré a ella, incapaz de soltarla, hasta que sus padres llegaron, y juntos, sosteniéndola con lágrimas que parecían eternas, vimos el amanecer. Pero ella fue la única que no abrió los ojos para recibirlo.

Cada lágrima que escondo arde en mi pecho, llevándome al borde de gritar. Han pasado tantos meses desde entonces, pero el nudo sigue allí, en mi alma… Aun así, nuestra pequeña, nuestra dulce bebé, es lo que me sostiene, es la pequeña chispa que mantiene latiendo lo que queda de mí. Hoy escuché sus risas desde el corral y, antes de ir a buscarla, me miré al espejo. Me obligué a recuperar el semblante del hombre que debía seguir siendo. Camino por el pasillo, y apenas doblo la esquina, allí está Maia…, le dimos tu nombre por insistencia de tu padre. Al principio me resistí; pensé que sería demasiado duro. Pero una noche, cuando le susurré tu nombre, sonrió entre sueños, y sentí que volvías a mí, aunque fuera un instante.

Tu padre la tiene en brazos y la hace reír, provocándole esas risitas que me derriten. Ella tiene tu misma sonrisa y esos mismos rizos oscuros achocolatados, y con cada paso tambaleante, su esencia me recuerda a ti. Me agacho para recibirla, y sus ojitos azules, tan vivos, brillan con emoción.

—Pa-pa-pa… — balbucea con esa vocecita que siempre logra conmoverme.

—Sí, cielo, soy papá. Ven, un pasito más —aplaudo para animarla, mientras Felipe le sonríe con ternura y le da ánimos.

De repente, escucha voces conocidas y se vuelve hacia la puerta. Izan acaba de llegar y trae consigo sus hijos.

—¡Tiiiooo! —chilla emocionada, tambaleándose hacia él.

Antes de que se tambalee en las escaleras, Felipe la atrapa justo a tiempo. Me cruzo con la mirada de Izan, quien lleva una sonrisa cálida y una expresión amable mientras Maia se lanza a sus brazos.

—¿Dónde está mi niña consentida? ¡El tío tiene el coche lleno de regalos! —anuncia Izan y Maia empieza a brincar en su abrazo, feliz.

Su hija adolescente, se acerca y se acurruca contra mi pecho. La abrazo con fuerza y le doy un beso en la frente, mientras su hermano, a unos pasos, finge indiferencia aunque es obvio que adora a Maia en secreto.

—Hoy es un día agridulce, ¿verdad, tío? —me pregunta la niña, mirándome con ojos atentos.

Respiro hondo. Noto cómo cada uno de nosotros lleva una parte de ella en algún rincón del corazón, pero sobre todo en la risa de Maia, en el brillo de sus ojos.

—Sí, pequeña. Pero cada día es un poco más fácil… Con el tiempo, el dolor se siente distinto —le sonrío, y juntos bajamos.

Cada día me encuentro atrapado entre el amanecer y el anochecer, esperando que las estrellas aparezcan para sentir que ella sigue aquí, a mi lado. Este vacío en el pecho, este dolor constante… Sé que nunca desaparecerá, pero cuando el sol aparece y me devuelve a nuestra hija, esa pequeña que es mi única razón para seguir, me recuerda que ella sigue viva en alguna forma. Afuera de la casa, un coche lleno de regalos espera, y Samantha grita de alegría al ver el diminuto auto que le creó Izan.

—¡Déjame vestirla para la ocasión! Se verá increíble mi pequeña —dice emocionada, y su sonrisa me hace preguntarme si alguna vez dejó de llorar, o si, como yo, lleva el dolor bien escondido.

En cuestión de minutos, Maia está de regreso en sus brazos, transformada en una pequeña motociclista con pantalones de cuerina, camisa blanca, botines, y sus gafas oscuras de juguete. Completa el conjunto con el chupón brillante que su tío le mandó a hacer, y al verla así, siento que Maia, mi Maia, está presente, sonriendo con esa chispa que nuestra hija heredó.




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