Maia Ribeiro
—Quiero que la veas despegar…, la cuidarán bien, te lo prometo —dice con voz trémula, su fuerza casi agotada.
Mis lágrimas siguen cayendo, pero sonrío, porque puedo sentir su amor. Se sienta conmigo en brazos sobre un gran acolchado, y me abraza con fuerza, como si así pudiera impedir que me fuera. Juntos, miramos el helicóptero despegar. Mando silenciosamente mi bendición para nuestra pequeña luz, rogando que sea fuerte. Miro al cielo, y siento que las estrellas brillan con más fuerza, bailando sobre nosotros, como si quisieran ser testigos de este momento.
—No sé cómo seguiré sin ti… —su voz se rompe, y sus dedos acarician mi cabello, mientras besa mi frente con labios llenos de lágrimas.
—Podrás, amor… —respondo, reuniendo la poca fuerza que me queda—. Tienes una princesa que, en unos años, te llamará papá, una pequeña a quien cuidar y hacer feliz. Si Dios me concede la bendición de un día más, te prometo que me aferraré a la vida con todas mis fuerzas, tanto que ni la muerte podrá apartarme de tu lado.
Mi mano, temblorosa, se posa sobre su pecho, sintiendo los latidos apresurados de su corazón. Él me mira con un dolor que traspasa cada fibra de mi ser. Sus ojos, cargados de amor y despedida, me hablan de una tristeza tan honda que sus lágrimas parecen desgarrar mi alma.
—Eres tan valiente, Maia. Rogaré por ese milagro cada segundo, no te me rindas, amor —su voz se quiebra, baja, como un ruego silencioso que se pierde entre nosotros.
—No lo haré… —susurro, y en un esfuerzo casi sobrehumano, trato de sonreírle—, volvería a dar mi vida por ella, por ti, por este amor que me hizo completa. Mi propósito en esta vida se cumplió, y todo fue gracias a ti.
Un temblor recorre su cuerpo y sus lágrimas siguen cayendo, cada una una confesión muda de dolor y esperanza. Me acaricia el rostro, sus manos cálidas y llenas de ternura me sostienen, levantando mi mentón hasta que nuestros ojos se encuentran. El mundo parece detenerse en ese instante, donde solo existimos él y yo, aferrándonos al último hilo que nos une.
—Mi pequeña, te queda un último deseo por tachar… —sus palabras salen entrecortadas y sus ojos me buscan, desesperados, como si pudiera desafiar al tiempo y arrebatarme de las manos de la muerte.
Lo abrazo con todas mis fuerzas, mi oído pegado a su pecho, escuchando el ritmo de su corazón mientras sus lágrimas caen sobre mí, y yo, con esfuerzo, le limpio el rostro y le devuelvo una sonrisa. Cada respiro se hace más pesado, más difícil, pero no puedo dejar de mirarlo.
—Dejar una parte de mí… Tachado —susurro, mi voz temblando entre el silencio.
Cierro los ojos, sintiendo el peso de ese último deseo cumplido. Pavel me besa, su boca sobre la mía, un beso cargado de amor y despedida, mientras me aferra con una fuerza desesperada. El frío de la noche es ajeno; todo lo que siento es el calor de sus brazos envolviéndome.
Si Dios me daba la oportunidad de ver el sol brillar una vez más, seguiría luchando, más fuerte, porque ahora hay una pequeña estrella que no deseo dejar. Con ese último beso, solo queda esperar un milagro. Un milagro para Maia. Un milagro para nuestra hija, porque no hay nada más triste que un mundo donde falte el amor de mamá…
Un año después…
Pavel Ivanov
Si pudiera dejar de admirarlas, sería una mentira. Si pudiera dejar de agradecerle a Dios, sería aún más falso. Le debo tanto que no sé ni por dónde empezar. Por Maia, dejé atrás mi vida oscura, me arrepentí de mis pecados y busqué redención ayudando a quienes alguna vez lastimé. Todo por la gratitud inmensa que siento por tenerla en mi vida. Maia es todo para mí, y no hay palabras suficientes para describir lo que significa.
Camino por la habitación, ajustando el último globo en su sitio. Observo a Maia y a nuestra hija, entrelazadas en un abrazo, con sus cabellos oscuros y rizados mezclándose. Las dos son una sola imagen de amor y superación. Maia sobrevivió después de una batalla implacable y un trasplante que le devolvió la vida. Recuerdo esa noche en la que los primeros rayos del sol la despertaron; la cubrí de besos con lágrimas en los ojos, incrédulo y agradecido porque seguía con nosotros. Detrás, su familia entera miraba emocionada, y un helicóptero esperaba listo para llevarnos a Hong Kong, testigos de su renacimiento y de su férrea voluntad de vivir.
Me recuesto a su lado y con mis dedos aparto suavemente los mechones de su rostro. En estos tres meses, Maia ha avanzado con valentía; su cuerpo está libre de cáncer y, aunque todavía delgada, recupera fuerzas cada día. Para mí, es perfecta, la mujer más hermosa y fuerte que jamás he conocido.
Ella sonríe, y la bebé le golpea la mejilla con su pequeña mano regordeta, arrancándole un chillido.
—¡Auuch! —ríe, con los ojos brillando al notar mi presencia. Su expresión cambia al ver mi cabello corto—, amor… tu cabello.
—Dime que quedé bello, pequeña —respondo, peinando con los dedos la parte superior, aún un poco más larga.
—Te ves…, te ves hermoso. Tus ojos resaltan más —dice con una sonrisa llena de ternura.
—¿Sigo siendo tu vikingo mafioso? —bromeo, y una sombra de emoción cruza por sus ojos mientras su mano acaricia mi mejilla.
—Nunca dejarás de serlo… Я люблю тебя, Павел Иванов (Te amo, Pavel Ivanov.)
—И я тебя, Майя Рибейру (Y yo a ti, Maia Ribeiro.)
Nuestra hija, que acaba de despertarse, se sienta y nos mira con un amor que parece infinito.
—Pa-pa… mam-ma —murmura, su pequeña mano acunando el rostro de Maia.
—Feliz cumpleaños, tesorito de mami y papi —Maia la abraza con fuerza, haciéndola reír con cosquillas. Me acerco y las tomo a ambas, sentándolas en mis piernas mientras mi corazón se desborda de amor.
—Mis estrellas más brillantes —digo con voz quebrada por la emoción—, hoy celebramos un año más de vida para ti y tu madre, la mujer más valiente y fuerte que he conocido.