Extraña complicidad [1]

CAPÍTULO XIV

¿Amor?

¿Qué ha significado esa palabra para mí? Pues… Nada.

Si bien había convivido muchos años con mis padres, el amor nunca ha llegado de ellos o de mi escasa familia reducida en cenizas, porque la mayoría me odia a mi o a mis padres, o están muertos. En este mundo, en lo único que encajamos mis padres y yo, aparte de la sangre es que, al parecer, todos somos la sombra de nuestras generaciones. Mamá, nunca ha sido una mujer de la alta sociedad, pero creció en un mundo donde la apariencia va más allá que el simple dinero. Y al juzgar por lo que hizo, tal vez por eso dejaron de hablarle y la corrieron de casa. Con papá, el cuento no es tan distinto. El abuelo lo despreciaba a pesar de ser su único sucesor de su herencia. Humillaciones y todo lo que lleva una vida triste. Es como si ambos me lo transmitieran, porque desde pequeña entiendo que lo que veo o escucho, es todo menos amor.

De esta familia, lo único que se puede sacar de bueno es mi abuela que vive en Canadá a pocos kilómetros de Daff, un pueblo lejano, donde la nieve, los recuerdos y la maldad me embargan como temores nocturnos.

—Necesitas despertar —Me separé aturdida.

Mi vista viajó por las paredes de mi habitación y cayó por la alfombra, ¿Dormí aquí? Los huesos me crujieron apenas giré el cuello hacia el lado y me encontré esas nieblas en los ojos. Su pelo estaba desaliñado, su cara más pálida de lo normal y las bolsas en los parpados.

—Dime que no dormimos aquí.

—Si quieres puedo decírtelo, pero eso sería mentira.

—¿Por qué estás acá? —Quise saber apenas me levanté, quejándome de la postura que dormí.

—No hubo un motivo para irme.

Tomé un bocado de aire y lo solté.

—Lo lamento —Comenté avergonzada y lo ayudé a levantarse cuando lo vi quejarse.

—Soy tu cómplice, recuerda —Sonrió—. Estoy en esas que son una mierda.

Me encogí de hombros y me senté en la orilla de la cama. Él me siguió los pasos sentándose a mi lado, rozando los codos entre ambos y después de un largo silencio, la parte más humana habitada en mí se dejó ver. Apoyé mi cabeza en su hombro, notando lo perdida que me encuentro. No tengo propósitos o metas en la vida.

—¿Merecemos vivir la vida, Herian? —Solté, cansada de tener que escuchar los gritos, de querer sellar mi cabeza para que no siga gritando auxilio—. Créeme que lo estoy intentando, pero hay momentos en que ya no logro batallar.

Cansada, solté un suspiro.

—Sí, lo merecemos —Giró su cabeza y yo la subí. Nuestros ojos se cruzaron por segundos eternos y de pronto el ruido se hace impenetrable, la necesidad de seguir corriendo se detiene. Sonrió y el pequeño tacto sobre mi cabeza me hizo retroceder—. Destruiré el mundo si es necesario para que estés bien.

Negué. Es un bromista.

—Hablas como buen predicador —Sonreí.

—A diferencia del resto, yo trabajo en silencio, ange —Sus ojos penetrables se volvieron oscuros, ese Herian que pocas veces me intimida, apareció—. Todo lo que es mío, lo cuido a puño y sangre.

—¿Por qué eres así? —Hice una mueca—. Me asustas y además esa cara de demente que pones, no me da confianza.

—Soy así, Leyna. Vengo de una familia que trabaja de esa manera, ¿no oyes los rumores? —Me confesó, dejándome helada. Extrañada y un poco confusa, noté que lo estaba afirmando. Arqueé las cejas, mientras él no despegaba esa vista de mí, ¿duda de mí? ¿dudo de él? Tal vez, necesito muchas explicaciones de cómo cuando lo encontré con él director o en ese callejón. Se levantó de improviso para ir a la puerta y se volteó confundido apenas la quiso abrir. Noté esa pequeña arruga entre las cejas y la quijada un poco apretada—. ¿Es seguro irse?

—Sí, no te preocupes. No están en casa ningún sábado —Recordé—. Van al club de golf.

—Creo que es hora de irme, Leyna —Se aproximó y por primera vez en nuestros casi dos meses se acercó más de lo debido, eliminando cualquier punto de distancia y me besó la frente, sin siquiera premeditarlo—. Ange, te veo en el colegio.

—Okay —Mis labios dejaron de charlar, estaba perdida con él y su misteriosa forma de ser. Escuché la puerta abrirse—. Herian…

—¿Sí…?

Solté un suspiro y negué.

—Nada.

—Aprendí que el nada entre las mujeres es todo.

—Tal vez —Sonreí por un momento, sorprendiéndolo. No era común que soltara una sonrisa—. Gracias.

—Siempre, ange.

Cerró la puerta y no fue hasta la semana siguiente en que mi mundo se volvió parte de él como todos los días. Por primera vez, en el colegio las ansias por encontrarse con un amigo eran reales al tacto.

***

He evadido deportes desde que la profesora me señaló como la peor cosa que se le hubiera atravesado en el camino. Desde que me apuntó con su uña barniz cobre, siempre tiendo a excusarme con la psicóloga de que esa mujer me tiene un poco de esta forma. Siempre me da justificados que le hago llegar a Herian para que se lo entregue, pero hoy fue diferente, la psicóloga no apareció la semana y por ello, no hubo charla. Aunque, no es que me entristezca, porque ver la cara de póker de Jonathan Coleman más las irritables muecas de Herian Lefebvre, era lo peor. No existe avance, no hay progresión, porque al parecer el mundo le colocó a la psicóloga, tres tercos en el camino.

Ya había pasado las primeras clases de la mañana y por ello, los nervios me azotan. Tomé un bocado de aire y me dispuse a entrar al gimnasio, no estaba dispuesta a hacer ejercicio, pero tuve que hacerle empeño. Cuando entré todo el mundo literalmente se quedó callado, como si estuvieran viviendo a la mismísima muerte mientras en las gradas, mi gran amigo estaba relajado, con las manos por sobre su nuca mientras veía el espectáculo.

Devolví la mirada a todos reunidos al medio de la cancha de baloncesto y la primera mujer con la que crucé mirada fue ella. En su semblante apareció la peor de las rarezas que vi, una sonrisa amigable, esas de las que les da a sus adorados alumnos, estaba vez fue hacia a mí. Comenzó a aproximarse y fue cuando en esos iris azules noté, los dardos que me lanzaban, era veneno puro, como si esa sonrisa fuerza falsa. Al detenerse frente a mí, no sé qué decir, el miedo me atravesó.




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