12/01/2019
La mañana siguiente amaneció nublada. El cielo encapotado parecía presagiar que lo que estaban a punto de descubrir no sería fácil de digerir. Tom y Tatiana tomaron un autobús hasta las afueras del pueblo, siguiendo la dirección que les había dado la bibliotecaria.
El camino de tierra los llevó hasta una cabaña solitaria, medio cubierta por ramas secas y rodeada por árboles que parecían aún más viejos que su dueño. Tatiana golpeó la puerta de madera con los nudillos, y tras un largo minuto, esta se abrió con un chirrido.
Un hombre delgado, de rostro curtido por el tiempo y ojos hundidos, los miró desde el interior. Su voz era seca, pero no hostil.
—¿Qué quieren?
—¿Usted es Federico Gentil? —preguntó Tom.
El anciano los observó en silencio, como si evaluara sus intenciones.
—Depende de quién pregunte.
—Mi nombre es Tom, y ella es mi hermana, Tatiana. Estamos investigando cosas sobre la casa junto al lago. Nos dijeron que usted conoció a los Delacroix y a los Lápida.
Federico no respondió de inmediato. Luego, sin decir nada más, se dio media vuelta y dejó la puerta abierta. Tom y Tatiana se miraron un instante, y luego lo siguieron.
La cabaña era pequeña, con una estufa de leña encendida, una mesa llena de papeles amarillentos y fotografías enmarcadas con cristales opacos.
—Si han venido a hablar del lago —dijo Federico, sentándose lentamente en un sillón de cuero desgastado—, prepárense para escuchar cosas que no van a querer creer.
Tatiana sacó su libreta y bolígrafo. Tom simplemente se sentó frente a él.
—¿Qué fue lo que pasó con los Delacroix? —preguntó Tom.
Federico chasqueó la lengua.
—Eran buena gente. Pero el lugar los cambió. Primero el niño empezó a comportarse raro. Decía que veía gente en el agua. Luego comenzó a dibujar cosas… cosas que ningún niño debería imaginar.
—¿Y la familia Lápida? —preguntó Tatiana.
—No duraron mucho. La niña pequeña... desapareció. Nunca encontraron el cuerpo. Dijeron que pudo haberse ahogado, pero nadie la vio entrar al agua. Como si el lago se la hubiera tragado sin dejar rastro.
Tom sintió un nudo en el estómago. Era la misma sensación que había tenido al leer la nota en la biblioteca.
—¿Y usted? ¿Qué ha visto? —preguntó.
Federico lo miró por fin, y sus ojos parecieron más vivos por un momento.
—He visto sombras reflejadas que no estaban allí. Gente que se acerca al agua y no vuelve a salir igual. Y más de una vez… he oído voces llamándome por mi nombre cuando no hay nadie cerca.
Tatiana dejó de escribir.
—¿Cree que hay algo ahí?
—No lo creo. Lo sé. Y ustedes también lo sabrán… si siguen mirando en la dirección equivocada. Porque, a veces, lo más peligroso no es lo que está oculto. Es lo que se deja ver a propósito.
Tom tragó saliva. Federico se recostó con dificultad.
—Si de verdad quieren respuestas… no las van a encontrar solo en libros ni en viejos archivos. Tendrán que acercarse al lago. Pero con los ojos bien abiertos… y la mente aún más.
Tatiana y Tom se despidieron sin muchas palabras. Al salir de la cabaña, el viento soplaba más fuerte, como si todo el bosque hubiera escuchado aquella conversación.
—¿Aún quieres seguir con esto? —preguntó Tatiana mientras caminaban de regreso al camino.
Tom no respondió enseguida. Miró en dirección al lago, aunque no podía verlo desde allí. Solo lo sentía, como una presencia constante, grave y profunda.
—Más que nunca —respondió al fin.
Tatiana se detuvo en seco. Su expresión cambió por completo.
—Tom... no. Esto ya pasó de ser una simple curiosidad. Este hombre nos habló de voces, de cosas que nadie debería haber visto. Y tú dices que ahora quieres seguir más que nunca.
—¿Y qué quieres que haga? —replicó Tom, con una mezcla de frustración y desesperación—. ¿Que me quede cruzado de brazos sabiendo que algo está mal y no hacer nada?
—¡Quiero que pienses! —alzó la voz Tatiana, luego bajó la mirada—. Esto no es un juego. No es una historia de terror más. Si algo te llega a pasar, no me lo voy a perdonar nunca. Mamá tenía razón, estás cruzando la línea… y yo estoy empezando a ver qué hay del otro lado. Y no me gusta.
Tom respiró hondo, intentando calmarse. El viento agitaba las ramas a su alrededor, como si el bosque mismo escuchara su discusión.
—Te prometí que no me iba a meter solo en esto —dijo Tom finalmente—. Y lo voy a cumplir. Pero necesito entender qué está pasando. Y si tú no quieres seguir, lo entenderé. Pero no puedo ignorarlo.
Tatiana lo miró, dolida.
—No quiero dejarte solo… pero tampoco quiero perderte en algo que no podemos controlar.
Hubo un largo silencio. Luego, con resignación, Tatiana bajó la mirada y asintió.
—Una cosa más —añadió—. Si vamos a seguir, lo hacemos a mi manera. Cautela, pasos pequeños. Y si en algún momento esto se sale de control, nos vamos. ¿Entendido?
Tom asintió.
—Entendido.
Y juntos, continuaron su camino, con el peso del miedo creciendo entre ellos como una sombra que se arrastraba desde el lago, cada vez más cerca.
Mientras caminaban, Tom rompió el silencio con una pregunta que llevaba años guardada.
—Tatiana… ¿Puedo preguntarte algo?
—Claro —respondió ella, aunque aun con la mirada algo perdida.
—¿Por qué nunca conocí a nuestro padre?
Tatiana se detuvo. El sonido del viento entre los árboles fue lo único que los acompañó por unos segundos.
—No pensé que me preguntarías eso —dijo finalmente—. Siempre fuiste muy pequeño cuando mamá decidió no hablar más de él.
—Pero tú sí lo recuerdas, ¿no?
Ella asintió con lentitud.
—Un poco. Era reservado… y a veces extraño. Siempre parecía estar mirando más allá, como si estuviera atrapado entre dos mundos. Y cada vez que se acercaba a ese lago, volvía más callado. Más distante.
Tom frunció el ceño.