Extraordinario en la vida ordinaria

Capítulo 5 Y OTRA VEZ REASENTAMIENTO — AHORA A UCRANIA, A LA PATRIA DE MI PADRE

Matvey recordó el segundo vuelo de su vida para siempre. Incluso en el aeropuerto, le parecía que la gente tenía prisa, hablaba más alto de lo habitual, e incluso los adultos parecían un poco emocionados. Pero en cuanto entró al avión, su corazón palpitó de alegría y ansiedad a la vez.

"Hijo, siéntate junto a la ventana", lo empujó suavemente su madre, sentando a Oksana en su regazo. "Ahí es donde está lo más interesante".

Matvey apoyó la frente con gusto en el frío cristal de la eliminatoria. El avión se elevó hacia el cielo, y nubes blancas, como algodón de azúcar, se extendieron bajo el ala. Navegaban lentamente, como enormes barcos, y el sol doraba sus suaves lomos. Parecía que se podía tocar esa inmensidad esponjosa.

"Mamá, ¿ya estamos en Ucrania?", preguntaba cada vez que cambiaba el paisaje tras la ventana.

"Un poco más, hijo", respondió Lyudmila, acariciándole suavemente el pelo. "Ten paciencia". Pronto volveremos a casa.

Oleksandr estaba sentado cerca, en silencio, concentrado. Sus grandes manos descansaban sobre las rodillas y su mirada se dirigía a la distancia, como si allí viera su futuro.

Para él, este vuelo no era solo un viaje: era el regreso a casa, a su tierra natal, donde cada árbol y cada sendero de la infancia tenía su propia historia. En los últimos años, había trabajado hasta el agotamiento, ganando el doble de dinero de lo habitual para mantener a su familia y cumplir su sueño: comprarse una casa en Ucrania. Y ahora, en su bolsillo, estaba la llave de una pequeña casa de ladrillo con tres habitaciones, jardín y huerto, una casa que había comprado con antelación.

—Te compraremos una bicicleta, Matveychik —dijo de camino del aeropuerto, mientras iban en autobús al pueblo, cansados ​​pero felices—. Una de verdad, con timbre.

—¡¿En serio?! —Matvey se incorporó de un salto—. ¿Y puedo ir en ella al colegio?

—Puedes hacer lo que quieras —dijo Oleksandr, sonriendo y dándole una suave palmadita en la cabeza.

Una sensación de calidez se apoderó del niño. Le parecía que todo iría bien en Ucrania: un nuevo hogar, amigos, la escuela y, lo más importante, su padre estaba cerca.

Pero la realidad resultó ser más complicada e incluso cruel. Cuando fueron a ver a los padres de Oleksandr, el encuentro no resultó como esperaban.

—Son desconocidos para nosotros —se quejó el abuelo al ver a Lyudmila con los niños—. En una palabra, moscovitas. Y la mujer es diez años mayor que Sashka —observó su padre Grigory—.

La abuela Marfa se encogió de hombros en silencio, miró hacia otro lado y se dirigió a la despensa sin siquiera invitar a los invitados a la mesa.

Aleksandr se quedó atónito por un momento, pero no dijo nada. Al día siguiente, decidió con firmeza:

—Viviremos separados. Encontré una casa en un pueblo vecino. Allí empezaremos de cero.

Y así sucedió. La casa era vieja, pero robusta, de ladrillo, con techo de metal galvanizado. Un jardín con varios manzanos y perales, un huerto donde las calabazas ya maduraban en otoño y un pequeño establo para el ganado. La vida transcurría tranquilamente: Alexander trabajaba en un tractor, Lyudmila se encargaba de las tareas domésticas, cuidaba de Oksana y Matvey iba a la escuela local.

Parecía que todo iba mejorando. Pero un día algo cambió.

—Papá tiene dolor de cabeza otra vez —le dijo Matvey a su madre al ver a Alexander apretándose la sien con la mano.

—Será por exceso de trabajo —Intentó calmarse Lyudmila—. Sasha, túmbate un rato.

Pero el dolor no desaparecía. Al contrario, empeoraba. Los médicos, tras examinar a Alexander, le dieron un diagnóstico terrible: meningitis. La misma enfermedad casi le cuesta la vida una vez, pero ahora le había afectado aún más.

—Necesitamos hacerle una punción urgente —dijo uno de los médicos, mirando con severidad a la esposa del paciente—. Si no, será demasiado tarde.

Le realizaron la operación, pero su estado solo empeoró. En el pasillo del hospital, bajo la tenue luz de las lámparas, Matvey se sentó junto a su madre, apretándole la mano con fuerza. Su manita temblaba.

Y entonces, entre el sueño y las voces apagadas de los médicos, escuchó una frase que quedó grabada para siempre en su memoria:

—Lo perdimos…

Mamá dio un salto como si hubiera recibido un golpe. Tenía la cara cubierta con las manos y los hombros temblaban por el sollozo contenido.

—No puede ser… Ayer todavía sostenía a Oksanka en brazos… —repitió, como si intentara convencerse de que se trataba de algún error.

El funeral reunió a todo el pueblo. Algunos lloraron abiertamente, otros permanecieron en silencio, frunciendo los labios, sosteniendo viejas cruces de madera en las manos.

“Era un buen hombre… Trabajador, honesto… ¿Por qué tan temprano?”, susurraron las mujeres, santiguándose.

Matvey permaneció junto a la tumba, como petrificado. No gritó ni lloró, pero sintió una opresión y un frío intensos en el fondo de su corazón.

Ese día aún no comprendía del todo que su padre nunca regresaría. Pero en lo más profundo de mi alma, una silenciosa determinación ya se había asentado: seguir viviendo, por mi madre, por la pequeña Oksana y, probablemente, para que mi padre pudiera estar en paz en el cielo.




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