Extraordinario en la vida ordinaria

Capítulo 7: Moviéndonos de nuevo y cambiando vidas

No pasó mucho tiempo antes de que Matvey se acostumbrara al internado cuando, de repente, todo se puso patas arriba.

Su madre llegó inesperadamente. Estaba en la puerta, con una bolsa en las manos, pero ya no sonreía como antes. Su mirada era fría, como tras un cristal.

"Nos mudamos, hijo. Ahora viviremos en otro pueblo", dijo con voz monótona y sin emoción.

Matvey ni siquiera sabía qué decir. Le dolía dejar el único lugar donde, de alguna manera, había empezado a organizar su vida, a pesar de todas las dificultades. Pero empacó sus cosas y siguió a su madre, porque no tenía otra opción.

Un pensamiento le rondaba la cabeza: "¿Por qué? Nos acabamos de mudar a esa casa nueva de ladrillo que compramos con el dinero de papá...". La casa era cálida, luminosa, casi como la suya. Y de repente, todo había desaparecido.

Poco después supo la respuesta. Su madre vendió la casa. Con el dinero que había ganado, compró una vieja y decrépita choza de adobe en las afueras de otro pueblo. El techo estaba agrietado, la humedad oscurecía las esquinas y las ventanas estaban torcidas.

Al principio, Matvey pensó que su madre simplemente no sabía administrar el dinero. Pero pronto se dio cuenta de que la situación era peor. Empezó a beber. Hombres extraños aparecían en el patio cada vez con más frecuencia. Se reían a carcajadas, salían de la casa en mitad de la noche y, a veces, por la mañana.

"Tía Luda, ¿está Matvey en casa?", preguntaron los hijos del vecino.

"Se ha ido... se ha ido...", murmuró ella, apenas en pie. Su mirada estaba nublada y su voz, indiferente.

Matvey lo soportaba todo en silencio. Iba a la escuela, intentaba estudiar, pero cada vez le costaba más concentrarse cuando en casa se vivía un infierno. Lo que más le preocupaba era su hermana menor, Oksana. Ella permanecía sentada en silencio, asustada, sin apenas decir nada. Cuando su hermano llegó a casa, se acurrucó contra él de inmediato, como buscando la única isla segura en medio de aquel caos.

«¿Qué puedo hacer? Solo soy un niño... Pero tengo que protegerla de alguna manera...», pensó Matvey, y se le encogió el corazón.

Una noche, cuando los gritos y las risas de borrachos volvieron a llenar el patio, y los platos rotos resonaron en el suelo, no pudo soportarlo más. Tomó una vieja bolsa, salió de la casa en silencio y se alejó, directo a la oscuridad.

Caminó sin saber adónde. Ojalá estuviera más lejos. Ojalá no pudiera oír esto. Matvey pasó varias noches en un campamento gitano que encontró por casualidad. Se sentía el calor del fuego, el olor a humo y a pan recién hecho. Le dieron un trozo de pan plano y un lugar junto a un viejo gitano que se calentaba las manos junto a la llama.

—Chico, te estarán buscando... —dijo el anciano, mirándolo a través del humo gris—. Pero espera. El mundo es cruel, pero no les rompe el corazón a todos.

Matvey dejó de ir a la escuela. Su madre, al final, ni siquiera notó su desaparición. Y cuando los profesores y los servicios se enteraron de su desaparición, lo llevaron a la fuerza a un orfanato.

Al principio, Matvey pensó que sería algo así como un internado. Pero pronto se dio cuenta de que era un mundo completamente diferente, mucho más oscuro. Allí reinaba la crueldad. Los niños mayores golpeaban y humillaban a los pequeños, les quitaban la ropa y la comida.

Aquí no había lugar para la amistad ni la confianza. Solo miedo. Solo la lucha por la supervivencia.

—Ni se te ocurra quejarte —susurró uno de los mayores al ver su mirada confusa—. Aquí eres tú o alguien más.

Matvey intentaba evitar los conflictos, mantenerse al margen. Pero las noches eran las más duras. A puerta cerrada, ocurrían cosas de las que no podía ni quería hablar. La vergüenza y el miedo se mezclaban en un único sentimiento amargo que le carcomía el alma por dentro.

Resistió. Apretó los dientes. Se perdió en sus pensamientos: en los recuerdos de su padre, en los sueños de otra vida. Pero se dio cuenta de que no podría aguantar así mucho tiempo.

Exactamente un año después de llegar allí, una mañana Matvey simplemente no regresó de un paseo. Se adentró en un campo, y luego en la carretera, de vuelta a lo desconocido.

"Es mejor tener hambre, frío y peligro, pero no eso..."

Sus pasos eran pesados, pero con cada kilómetro su voz interior se hacía más clara:

"No me he derrumbado. Estoy vivo. Y seguiré siendo alguien. Lo principal es no convertirme en ellos. No me derrumbaré."

Avanzó, sin saber qué le depararía el mañana. Pero una cosa tenía clara: no había vuelta atrás.




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