El autobús se balanceaba lentamente sobre los baches del viejo camino rural, como si cada bache pusiera a prueba su resistencia. Matvey estaba sentado junto a la ventana, con las rodillas apoyadas en las manos, contemplando el paisaje, que parecía a la vez familiar y completamente extraño. Los campos se extendían hasta el horizonte, a veces cubiertos de bosques, y los pueblos brillaban como recuerdos: fugaces, casi sin rostro.
Sentía un peso en el corazón, sus pensamientos se dispersaban como hojas de otoño al viento. ¿Adónde iba? ¿Por qué? Ni él mismo lo sabía. Solo una cosa tenía clara: no había vuelta atrás.
«¿Adónde vas, muchacho?», oyó de repente una voz cercana.
Al darse la vuelta, vio a un hombre mayor, de rostro bronceado y arrugado. Llevaba una chaqueta gastada pero limpia. Su mirada era cálida, atenta, un poco cansada, pero no indiferente.
—A ninguna parte —Matvey se encogió de hombros—. Solo voy. Quizás me detenga en algún sitio…
—¿Y cómo te llamas?
— Matvey.
— Y yo soy Néstor Petrovich. El presidente del consejo del pueblo. — El hombre entrecerró los ojos, como si evaluara al chico. — Bueno, ¿quizás el destino nos unió por alguna razón?
Matvey guardó silencio al principio. Luego, casi sin darse cuenta, contó su historia. Brevemente, sin adornos, pero de tal manera que la amargura, la desesperación y una persistente esperanza se percibían en su voz.
Néstor Petrovich escuchó un buen rato, sin interrumpir. Solo asentía de vez en cuando para que se supiera lo que oía. Cuando Matvey terminó, se frotó la barbilla y dijo:
— Sabes, hijo… No puedo prometerte el paraíso, pero te daré trabajo. No tenemos pastor, y el ganado no pastará solo. Ganarás dinero, tendrás comida y un techo. Y luego veremos qué se necesita y por qué. Si vienes a nuestro pueblo, acude directamente al consejo.
Así que Matvey se hizo pastor.
Con trece años, ya se ganaba la vida. En verano, llevaba a los terneros a pastar, vigilando cuidadosamente que ninguno se metiera en los jardines. En invierno, cuidaba de los terneros en un corral cálido, limpiaba el establo y acarreaba heno. El trabajo era duro, pero honesto.
Consiguió una perra negra con una mancha blanca en el pecho. La llamó Virka. La perra no necesitaba muchas palabras: bastaba con un gesto, y se apresuraba a cumplir la orden. En el campo era una verdadera compañera: arreaba a los terneros más testarudos y sabía cómo hacer retroceder incluso al ternero que se había adentrado en el bosque.
Un día de otoño, recibió una noticia que lo impactó, pero no lo desanimó:
—Tu madre, Liudmila, vendió la casa rápidamente. Se fue a Kazajistán con Oksana. Allí dejó su huella… —dijo un conocido.
Matvey permaneció sentado en el porche del dormitorio un buen rato, mirando a lo lejos, en silencio. Era doloroso, pero una repentina sensación de alivio lo invadió. Por primera vez, sintió que no le debía nada a nadie ni dependía de nadie. Era una libertad nueva y extraña. De esta manera, su madre le desató las manos y lo liberó de toda obligación, incluso moral.
El dormitorio donde vivía era antiguo, pero limpio. Comía en la cantina del pueblo: por veinticinco kopeks al día recibía comida casera caliente. Y además tenía unos ingresos: unos trescientos rublos. Para un adolescente, no era mal dinero.
Poco a poco, la vida empezó a tomar ritmo. Por las noches, como la mayoría de los chicos de su edad, iba al club. Siempre había mucha gente cerca: alguien jugaba al dominó, alguien jugaba a la pelota, y las chicas reían, contando las noticias. Había un gran columpio con una rueda de metal en lugar de manija, y los chicos competían para ver quién lo hacía girar más rápido.
Un día, Matvey, queriendo impresionar a todos, agarró la rueda y empezó a girar. Cada vez más rápido. El viento le golpeaba la cara, el suelo bajo sus pies se difuminaba en un caleidoscopio de colores.
"¡¿Qué?! ¿Estás loco?!", gritó una de las chicas.
Pero él solo sonrió y continuó. En un momento dado, sus manos se soltaron, y pareció haber sido alcanzado por una honda invisible.
Se elevó en el aire, dio varias vueltas y... aterrizó. De pie. Sin siquiera un rasguño.
La multitud se quedó paralizada.
—Matvey... ¿cómo estás? —respondió alguien tímidamente.
Se quedó de pie, sin aliento, pero entero. Su corazón latía con fuerza, y solo un pensamiento latía en su cabeza:
"Hay un Dios. Debe haberme mantenido en el aire...", y creyó estar ileso. O podría haber sido al revés.
Desde esa noche, Matvey comenzó a ver el mundo de otra manera. En lo más profundo de su corazón, junto a los recuerdos y el dolor, se asentó una fe serena y firme que no le permitió rendirse.