Extraordinario en la vida ordinaria

Capítulo 22: Nacimiento de una hija. Académico

La vida de Matvey seguía su curso, como un río que arrastra aguas cristalinas y olas tempestuosas. Tras todas las pruebas, el destino le regaló un nuevo rayo de luz: el nacimiento de su segundo hijo. Esto ocurrió una mañana de principios de otoño, cuando el cielo aún estaba cubierto por una suave neblina y las hojas de los álamos empezaban a amarillear.

Valentina dio a luz a una niña frágil, de mejillas sonrosadas y ojos oscuros que parecían mirar directamente al alma. La llamaron Oksana.

Cuando Matvey abrazó a su hija por primera vez, justo cuando ya habían regresado de la maternidad, sintió nacer en su interior un amor nuevo y especial: tranquilo, tierno, pero a la vez infinitamente fuerte. Sus grandes manos, acostumbradas a apretar guantes de boxeo, albergaban ahora este pequeño milagro, y temía incluso respirar fuerte para no perturbar su sueño.

Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, persistía una sombra de miedo. Su memoria conservaba vívidamente el día en que, durante su primer parto, Valentina casi pierde la vida debido a una hemorragia severa. Entonces, los médicos la sacaron literalmente del mundo. Y aunque esta vez todo salió bien, Matviy decidió que no habría celebraciones ruidosas. Toda la alegría se concentraba en él, silenciosa y profundamente.

Oksana creció de forma diferente, no como su hermano mayor, Alexander. Era paciente, pero si decidía expresar su descontento, un llanto bastaba para toda la casa. Alexander, en cambio, lloraba a menudo, pero se calmaba enseguida; merecía la pena abrazarlo. Sus caracteres eran distintos, como dos estaciones: otoño y primavera, pero tenían algo en común: ambos nacieron en septiembre, con cuatro años de diferencia.

Matviy adoraba a sus hijos. Podía ahorrar para sí mismo, pero nunca para ellos. Libros, juguetes, ropa bonita: todo para que crecieran en el amor y con la sensación de que el mundo podía ser bueno. Pero con Valentina, a menudo se mantenía estricto, incluso duro. A veces se ofendía por sus palabras duras o sus exigencias excesivas, y se lo recordaba con dolor más de una vez. Él sentía lástima. De verdad que sentía lástima, pero no siempre encontraba las palabras adecuadas en el momento oportuno.

La relación con su suegro, Piotr Ivánovich, no era fácil. Cuando bebía, se enfurecía, e incluso a veces, borracho, se lanzaba contra Matvey con los puños. Era más divertido que peligroso, pero a veces tenía que recordarle a su suegro dónde estaba el límite. Pero cuando Piotr Ivánovich estaba sobrio, se volvía completamente diferente: tranquilo, trabajador, sincero. Podía pasar horas reparando coches, trabajando en el jardín o haciendo algún arreglo. Daba cada centavo de su dinero a sus nietos. Los amaba de verdad y los cuidaba con especial cariño.

Y fue en ese momento cuando la llama de la ambición deportiva se reavivó en el corazón de Matvey. Ya acumulaba muchas victorias, pero le faltaba una cosa: el título oficial de maestro deportivo de boxeo. Este era su objetivo de siempre, y en cierta medida una cuestión de honor. Quería demostrarse, ante todo, a sí mismo, que podía.

Matvey tomó una decisión difícil: tomarse una excedencia académica y dedicar un año entero a entrenar. Entrenó con tanta dedicación como si toda su vida dependiera de ello: carreras matutinas, entrenamiento en la cuerda, sparring durante varias horas, perfeccionando su técnica hasta el automatismo.

Pero el deporte, como la vida, no perdona ni la más mínima debilidad. El año pasó volando, pero no logró el resultado deseado. La lucha por el título no terminó a su favor. A simple vista, parecía una derrota. Algunos incluso dijeron que había perdido el tiempo. Pero en el fondo, Matvey comprendió que este año le había dado más que un simple resultado en el papel. Aprendió a reconocer los límites de sus capacidades y a valorar lo que ya tenía.

Al regresar al instituto, retomó sus estudios con renovado vigor. El boxeo se convirtió entonces no en su único objetivo, sino en una parte de su vida; una parte importante, pero no lo abarcaba todo. Y, sin embargo, el destino le dio una oportunidad. Ya en su último año, cuando el instituto recibió el estatus de universidad, Matvey alcanzó la cima de su forma. Obtuvo el codiciado título de maestro de deportes, y el entrenador cumplió su promesa y lo llevó al campeonato de la Unión Soviética. Allí, en difíciles batallas, Matvey llegó a la final y se alzó con el segundo puesto. Fue una victoria sufrida y merecida.

1992 fue un año especial. El país estaba cambiando drásticamente. La Unión Soviética se derrumbó, las viejas leyes y directrices desaparecieron, y otras nuevas apenas emergían. Para Matvey, de treinta años, esto se convirtió en un doble límite: completó sus estudios universitarios y, de hecho, puso fin a su gran carrera deportiva. Por lo tanto, no consideró aconsejable trabajar como entrenador de boxeo.

Dos etapas importantes de su vida habían terminado. Pero una nueva le esperaba por delante, aún desconocida, pero, según él, la más importante. Y en el centro de esta nueva vida ya no estaban la gloria y las ambiciones deportivas, sino la familia. Valentina, Alexander, la pequeña Oksana: eso era lo que ahora era el verdadero valor.

Matvey lo sabía: todo lo más interesante apenas comenzaba




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