Extraordinario en la vida ordinaria

Capítulo 23: El ingeniero Matvey y los condensadores con un secreto

Tras graduarse de la universidad, Matvey se enfrentó a una pregunta inaplazable: ¿qué camino tomar? La vida no le daba tiempo para largas reflexiones: tenía que alimentar a su familia, cuidar de sus hijos y mantener su hogar. Dios le había dado inteligencia, manos y fuerza de carácter; ahora solo quedaba elegir un camino.

Había varias opciones.

La primera era ser destinado a los Urales, en lo profundo de Rusia. La región era dura, el idioma, extranjero, la tierra, extranjera. Nieve hasta las rodillas durante seis meses, escarcha que calaba hasta los huesos, y la distancia desde su hogar natal era de miles de kilómetros. Pero lo más importante era que Matvey era ciudadano ucraniano, y la idea de verse obligado a trabajar en otro país le provocaba una profunda indignación. Rechazó esta opción de inmediato, sin siquiera considerar los detalles.

La segunda opción era regresar a Alejandría, a su escuela natal, que en su día lo había recomendado para estudiar. El director lo llamó personalmente para convertirse en profesor. La oferta sonaba atractiva: un salario estable, autoridad entre los estudiantes, un ritmo de vida tranquilo. Pero tenía una desventaja importante: significaba separarse de su familia. Valentina y sus hijos tendrían que quedarse en Rivne, y él solo los vería ocasionalmente. Y para Matvey, esa opción era imposible.

La tercera opción resultó ser la más cercana a su corazón: quedarse en Rivne. Allí, junto a su esposa e hijos, le ofrecieron el puesto de ingeniero-economista en la Planta de Radio local. El trabajo no era precisamente de su especialidad, pero tenía perspectivas, dinero real y, lo más importante, una casa cerca. No lo dudó mucho: fue la decisión correcta.

Así comenzó una nueva etapa: la vida de ingeniero-economista en el departamento de ensamblaje, en la oficina de condensadores. Se le confió una tarea importante: condensadores del tipo "KM" con patas plateadas. A primera vista, detalles pequeños y discretos. Pero eran el corazón de los dispositivos de navegación ultrasecretos que la planta producía en ese momento. El equipo en el que trabajaban no tenía parangón en el mundo, y la información sobre él era clasificada.

El trabajo de Matvey combinaba las cualidades de un analista, un diplomático e incluso un poco de espía. Había que encontrar los condensadores adecuados, convencer a los proveedores para que le dieran los mejores lotes, acordar plazos y entregas. A veces, había que ir en persona para supervisar cada etapa.

La geografía de sus viajes de negocios era impresionante: Cheliábinsk, Penza, Berdiansk, Moscú, San Petersburgo, Vilna, Odesa, Úzhgorod... A veces podía visitar dos o tres ciudades en una semana, tener tiempo para negociar, redactar documentos, enviar carga y regresar a casa, solo para partir de nuevo al día siguiente.

Los viajes no eran turísticos: noches en hoteles de paredes delgadas, almuerzos en estaciones de tren, esperas en transbordos. Pero a Matvey le encantaba esta dinámica. Sentía que estaba haciendo algo importante, de lo que dependía el trabajo de toda la planta, y quizás incluso más.

A pesar del salario oficial de 150 rublos, gracias a viajes de negocios, bonificaciones y asignaciones, ganaba unos 250 rublos al mes, una cantidad muy decente para aquella época. Y, como siempre, la mayor parte de ese dinero iba para sus hijos. Alexander y Oksana tenían todo lo que podían conseguir: buena ropa, libros, juguetes, incluso dulces importados, algo poco común en aquellos años.

Los días de trabajo pasaban volando. En cuatro años en la planta, Matvey no solo cumplió con sus obligaciones, sino que también se convirtió en un auténtico maestro en el ámbito del suministro. Sabía cómo conseguir lo que oficialmente "no estaba disponible", organizar la entrega en el menor tiempo posible y encontrar una salida incluso en una situación desesperada. Era apreciado tanto por sus compañeros como por la dirección.

Pero lo más importante era algo más: estaba cerca de su familia. Todas las noches volvía a casa, abrazaba a sus hijos y les contaba historias de ciudades lejanas que había visitado. Estas historias incluían grandes talleres de fábricas, hoteles con olor a pintura fresca y estaciones de tren donde se podía apreciar toda la gama de personalidades humanas.

Trabajar con condensadores tenía sus secretos, ocultos en planos e informes técnicos. Pero Matvey conocía a la perfección el secreto principal de su vida: su verdadera fuerza residía en el amor a su familia y la lealtad a su tierra. Porque los condensadores podían traerse de cualquier parte de la Unión, pero ningún premio ni contrato exitoso podía reemplazar la calidez del hogar.




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