Tras el fiasco con el Ford, Matvey parecía haber perdido las ganas de lidiar con chatarra vieja. Basta, decidió. Basta de reparar cacharros que se caían a pedazos en cualquier momento. Era hora de algo nuevo, fiable y con garantía. Ahora pensaba a lo grande: si iba a comprar un coche, que fuera uno que no le fallara al menos durante unos años, para poder trabajar tranquilo y no andar buscando repuestos después de cada viaje.
Se decantó por el Gazelle Duet, un camión de carga con toldo y una espaciosa cabina para cinco personas. Completamente nuevo, recién salido de fábrica, parecía una auténtica bestia sobre ruedas. Y aunque el Gazelle era de fabricación rusa, tenía la principal ventaja: equipamiento nuevo, sin kilometraje y con garantía completa.
Matvey viajó hasta Simferópol, donde se ensamblaban estos coches por aquel entonces. Fue toda una aventura llegar hasta allí, conseguir toda la documentación, revisar el coche y luego regresar. Pagó dos mil trescientos dólares, una suma considerable para la época, pero la sensación de ponerse al volante de un coche nuevo era impagable.
Recordaba el olor a interior nuevo, mezclado con el aroma a plástico y pintura recién estrenados. El sol se reflejaba en la carrocería limpia y brillante, y una oleada de placer le llenó el pecho: ahora tenía un compañero fiable en forma de coche nuevo, que le ofrecía las mejores perspectivas. Al menos, eso era lo que Matvey imaginaba.
El primer viaje, es decir, el trayecto de Simferópol a Rivne, se convirtió en una especie de bautismo de fuego. De Simferópol a Rivne había más de setecientos cincuenta kilómetros. El coche era nuevo y el motor necesitaba rodaje. Matvey conducía despacio: cada cincuenta kilómetros paraba media hora para que el motor se enfriara. Bebía té de un termo, observaba la carretera y pensaba en el futuro. El viaje fue largo, pero lo completó sin ningún daño al vehículo.
En casa, el coche nuevo fue recibido con entusiasmo. Los vecinos se acercaban y hacían preguntas, algunos con envidia, otros con sincera admiración. Valentina suspiró aliviada: por fin, su marido no conduciría aquella vieja chatarra que podía averiarse en medio de la carretera cada dos por tres.
Y así empezó una nueva vida: una vida en constante movimiento. El destino principal era Odesa, el famoso mercado del "Séptimo Kilómetro". No faltaban los encargos: los empresarios pronto apreciaron las ventajas de una carretilla elevadora grande y la puntualidad del conductor. Matvey trabajaba con constancia: decía que vendría, y venía, pasara lo que pasara.
Dos viajes semanales a Odesa no eran fáciles: viajes nocturnos, carga y descarga, pocas horas de sueño. Pero las ganancias lo compensaban. Había suficiente dinero no solo para vivir, sino también para ahorrar. Recordando la amarga experiencia con la "Transit", empezó a ahorrar "para cuando las cosas se pusieran difíciles".
Pero ni siquiera el nuevo vehículo era perfecto. A los seis meses, la caja de cambios empezó a zumbar. Fue desagradable, pero todo se solucionó gracias a la garantía: en Kiev, le cambiaron la caja de cambios gratis; solo gastó en combustible. Este incidente, en lugar de asustarlo, reforzó su convicción de haber acertado con su elección: al menos ahora los problemas se podían solucionar rápidamente y sin pérdidas.
Sin embargo, la calidad de Mostmkal seguía siendo un problema para él. A veces hacía ruido, a veces no, sobre todo por los muelles: eran baratos, débiles y se rompían con frecuencia. Pero Matvey era un mecánico habilidoso y reparaba él mismo la mayoría de las averías. Siempre tenía un juego de herramientas en el taller, y sus manos, negras de grasa, ya eran una característica distintiva. Bromeaba diciendo que «el mecánico que lleva dentro se despierta cada vez que el camión estornuda».
Pasaron los años y el negocio se mantuvo a flote. Pero todo equipo tiene su vida útil. Después de cuatro años de servicio, la caja de cambios volvió a fallar; ahora ya no hay garantía, solo reparación o reemplazo. El nuevo coche costó mil quinientos dólares, una suma considerable, pero gracias a su disciplina y frugalidad, Matvey tenía el dinero necesario.
Sabía que esta vez la vida lo pondría a prueba de nuevo, pero afrontó el reto con confianza. Porque ahora no solo tenía un coche, sino también experiencia, que le había enseñado lo fundamental: en este negocio, no sobrevive quien tiene la tecnología más puntera, sino quien sabe anticiparse y no se rinde tras la primera avería.