A veces, toda buena acción empieza a dar sus frutos. Esto fue lo que le ocurrió a Matviy. Su diligencia, atención al detalle y honestidad no pasaron desapercibidas. Entre todos los guardias con los que trabajaba, según el jefe de seguridad, Matviy destacaba por su responsabilidad. Por eso, la dirección decidió enviarlo a un nuevo puesto: la vigilancia de una dacha que estaba construyendo uno de los viceministros. Le dijeron: «El puesto es especial, pero no preguntes por los detalles; así estarás más tranquilo». Y, en efecto, ni Matviy ni su compañero Vadim hicieron preguntas. Conocían su trabajo y lo realizaban sin reflexionar innecesariamente. Rápidamente los trasladaron al nuevo puesto y enviaron a un sustituto al campo.
El nuevo trabajo, a primera vista, era rutinario: vigilar el terreno para que nadie robara herramientas ni materiales de construcción, y velar por el orden y la seguridad. Pero el puesto en sí era excepcional. La dacha estaba construida a orillas del Dniéper, con su propio muelle. En un caluroso día de verano, cuando no había nada que hacer, nadar en el agua fresca era una verdadera bendición.
«Lo principal es asegurarse de que los bienes robados no se vuelvan a robar», bromeaba Vadim en sus conversaciones. Ese era su humor interno, pues entendían que el trabajo solo puede parecer fácil desde fuera. En realidad, cada día era un reto.
Su vida era sencilla, sin lujos. Les traían la comida una vez al día. Por suerte, les pagaban puntualmente —una vez al mes—, y eso era mucho. Se aseaban en el Dniéper, y el retrete estaba al aire libre; todo como en un pueblo. Pero Matvey apreciaba incluso esa sencillez. Tras una vida llena de dificultades, hasta las modestas condiciones con vistas al Dniéper le parecían unas vacaciones.
«¡Esto es un balneario!», exclamó Vadim. «Sí, con seguridad y sin derecho a salir».
Lo que Matvey más valoraba de este trabajo era la confianza. Le habían confiado un objeto importante por una razón: era la recompensa a años de trabajo honesto. Fue aquí donde sintió especialmente que la responsabilidad tiene su precio. Y no siempre es dinero. A veces es respeto. A veces es silencio. Y a veces es el Dniéper bajo el sol de la mañana, cuando eres el primero en despertar, te lavas con agua fresca y sabes: hoy es tu turno. Y nadie te vigilará.
Matvey recordaba este período con cariño. Sí, no era una vida despreocupada, pero tenía su propia verdad. Sabía que cada día era su responsabilidad, y eso era lo que le daba sentido a la vida. Porque incluso en la vida sencilla, incluso en la seguridad, se puede encontrar algo extraordinario.
Un día, al atardecer, cuando el sol ya se ocultaba lentamente en el horizonte, un nuevo proveedor de materiales llegó inesperadamente a la obra. Era un joven camionero al que ninguno de los guardias de seguridad había visto antes. Rápidamente comenzó a descargar tablas, cemento y varios rollos de aislamiento. Todo parecía estar bien hasta que Matvey, por costumbre, comparó el albarán con los registros anteriores.
—Algo no cuadra —murmuró, revisando los papeles—. La semana pasada se suponía que iba a haber una entrega similar.
Dejó los documentos a un lado y se dirigió al almacén donde se guardaban las cargas anteriores. Unos minutos después regresó, detuvo al conductor y, sin alzar la voz, le preguntó con calma:
—Oye, amigo, ¿estás seguro de que tenías que traer la carga a esta dacha? Porque tengo los mismos datos duplicados en los albaranes. La fecha es la misma y la mercancía es exactamente la misma.
El conductor empezó a titubear, mirando a su alrededor con nerviosismo. Finalmente dijo:
—¿Qué más da? Ya lo acepté. Bueno, ¿quién se encarga de esto allí?
Matviy se alejó en silencio y marcó el número del jefe de la empresa de seguridad. En media hora, llegó el servicio de seguridad y comprobó que se trataba de una estafa: los materiales de construcción habían sido dados de baja varias veces y algunos se habían vendido a la izquierda. Si Matviy no se hubiera dado cuenta, se habrían sustraído fácilmente materiales de construcción por valor de decenas de miles de grivnas, y el propietario habría sufrido pérdidas considerables.
Tras este incidente, el gerente le dio las gracias personalmente a Matviy. Pero el mayor agradecimiento provino de los obreros, que ya trabajaban arduamente y que, debido al fraude, podrían haberse quedado sin herramientas ni materiales y, lo que es más importante, sin sueldo.
—¿Ves? —dijo Vadim aquella noche, sentados en el muelle, contemplando el Dniéper—. Menos mal que no somos de los que se dejan distraer. Porque a veces la atención es un arma. Y la honestidad, un escudo.
Matviy sonrió. Sabía que aquello no era heroísmo ni una hazaña. Era simplemente la costumbre de ser humano, incluso cuando nadie lo veía. Por eso se recibe una recompensa, no material, aunque no estaría mal, sino moral, que da tranquilidad.