Matvey hacía tiempo que se había acostumbrado a que el trabajo de guardia de seguridad no se limitaba a turnos tranquilos y revisar documentos. A lo largo de sus años de vida nómada como trabajador migrante, había conocido a mucha gente diferente y se había encontrado en situaciones muy diversas. Pero lo que había empezado a suceder recientemente lo había desestabilizado más que cualquier otro incidente laboral.
Su pareja, Nadiya, era una mujer de un pequeño pueblo cerca de Kiev. A primera vista, parecía tranquila, un poco cansada de la vida, pero era agradable conversar con ella. Trabajaba por turnos: un día de guardia, otro de descanso. Era muy difícil para una mujer. Su marido y sus dos hijos se quedaban en el pueblo. Por las noches, sentados en el puesto tomando té, Nadiya solía hablar de la difícil vida en el pueblo, de cómo tenía que trabajar en el huerto y cuidar del ganado. Por eso tenía que ir a Kiev para ganar un céntimo. Porque no había dinero en el pueblo. Por eso era la principal fuente de ingresos de la familia.
Al principio, Matvey la trataba con respeto. La veía como una mujer que sacrificaba su comodidad y paz por el bien de su familia. «No todos los hombres soportarían semejante estrés, pero ella aguanta», pensó.
Pero un día todo cambió. Nadezhda no se presentó sola al trabajo. La acompañaba Viktor, un hombre alto y fornido, de pelo corto y mirada segura, incluso un poco desafiante. Resultó ser un soldado de baja. Nadezhda lo presentó como «amigo», pero desde el primer momento quedó claro que entre ellos había algo más que amistad.
Y en lugar de buscarle un lugar aparte para vivir, Viktor empezó a vivir con ellos, en la misma habitación donde Matvey y Nadezhda descansaban después de su turno. La habitación tenía dos camas, situadas a ambos lados de la ventana, y una mesita llena de tazas y paquetes de té. Ahora, este lugar estaba abarrotado no solo física, sino también moralmente, gracias a Viktor.
Viktor se comportaba como si fuera el jefe. Podía hablar alto por teléfono, a pesar de que Matvey dormía después de su turno de noche. A menudo abrazaba a Nadiya de forma efusiva cuando ella estaba en la habitación. No era un desafío directo, pero la indirecta era obvia: «Aquí sobras».
Al principio, Matvey intentó no reaccionar. Entendía que cualquier palabra podía desatar un escándalo, y los escándalos en el trabajo eran lo último que necesitábamos. Sin embargo, la tensión crecía. Cada turno se convertía en una prueba: ¿lograríamos evitar un conflicto hoy?
Cuando casi se le agotaba la paciencia, acudió a la directora, Natalya Alekseevna, esperando su apoyo.
«Natalya Alekseevna, no es normal que alguien de fuera viva en la sala de seguridad. Tengo derecho a descansar después de mi turno».
Ella suspiró profundamente y, apartando ligeramente la mirada, respondió:
— Matvey, tú lo entiendes, Viktor es un soldado. Defiende a nuestro país. Si lo echo, mañana dirán que estoy en contra de los defensores. No necesito este escándalo.
Matvey vio que nada cambiaría con esta conversación. Así que se resignó, al menos en apariencia. Pero por dentro, todo hervía.
La gota que colmó el vaso llegó una noche. Los tres estaban cenando en la cocina. La conversación fluía con lentitud hasta que, de repente, Viktor, con una sonrisa pícara, soltó:
— Y tu mujer probablemente te envió aquí para que no se aburriera. Quizás esté coqueteando con alguien ahora mismo.
Las palabras le dieron un golpe mortal. Por unos segundos, Matvey se quedó paralizado, sintiendo una oleada de ira crecer en su interior. Luego se levantó lentamente, miró a Viktor directamente a los ojos y, apretando la mandíbula, dijo:
— Tendrás que rendir cuentas por esas palabras.
Salieron de la base, donde sus compañeros no pudieran verlos. Matvey, quien había practicado boxeo en su juventud y ostentaba el título de Maestro de Deportes, actuó con claridad: dos golpes rápidos y precisos en la mandíbula y las costillas inferiores, y Viktor cayó al suelo. Pero no era de los tímidos. Saltó, se abalanzó, agarró a Matvey por la chaqueta y la pelea comenzó.
Matvey sintió que esta vez no estaba en el ring; allí no había reglas. Viktor tenía una ventaja significativa en la pelea. Inmovilizó a Matvey contra el suelo y le asestó varios golpes fuertes en la cabeza y el pecho. Cada golpe le hacía zumbar los oídos y le oscurecía la mirada. Solo cuando Viktor lo soltó y se alejó, Matvey pudo respirar hondo.
Se quedó allí tendido, jadeando por el dolor, sintiendo el sabor metálico de la sangre acumulándose en su boca. Viktor, sin mirar atrás, caminó hacia la base, como si nada hubiera pasado.
Esta vez, incluso Natalya Alekseevna lo comprendió: esto no podía seguir así. Llamó a Viktor y le dijo brevemente:
—Toma tus cosas. Y no quiero volver a verte por aquí.
Oficialmente: «Por violar la disciplina laboral». Extraoficialmente: Para evitar a la policía y publicidad innecesaria.
Matvey pidió baja por enfermedad y regresó a su casa, a Rivne. Allí, entre sus muros natales, se curó las contusiones, se aplicó frío en la costilla rota e intentó ordenar sus pensamientos.
El dolor no era solo físico. Lo peor que lo golpeó fue la humillación. Humillación de alguien que ni siquiera conocía a su familia, pero que se permitió sufrir más. «La guerra no educa a la gente como él. Solo expone lo que llevamos dentro. Si fuiste cruel, te volverás aún más cruel. Si tienes el alma enferma, la guerra te dará las herramientas para demostrarlo», pensó.
Y, sin embargo, Matvey no se desanimó. Sabía que la verdad y el respeto por uno mismo son más importantes que las dificultades temporales. Y quienes hacen el mal, tarde o temprano, recibirán su merecido; así es el mundo.