Desde el principio, Matvey comprendió que la seguridad no es una simple formalidad, ni un punto en la descripción del puesto que se puede marcar para esperar con tranquilidad el final del turno. Esta es la base de la confianza, el orden y la estabilidad, sobre la que se sustenta el trabajo de un guardia de seguridad y de la empresa en general. Y especialmente en su nuevo puesto como jefe de seguridad y guardia de seguridad en una sola persona, donde el territorio de la base era extenso y las personas eran diferentes, con diferentes personalidades, intenciones e historias. Y la directora Natalya Alekseevna escuchó atentamente la opinión de Matvey al respecto. Le duplicó el salario con el nuevo nombramiento.
Estaba obligado a supervisarlo todo, día y noche, pero su conciencia no le permitía convertir su deber en una formalidad: hacer una ronda, anotar un cheque en el registro y luego esconderse en una habitación cálida hasta la mañana siguiente. Comprendió que no solo la integridad de la propiedad, sino también la tranquilidad de quienes trabajan y viven allí dependían de su atención.
La directora de la base, Natalya Alekseevna, ya había hecho mucho por la seguridad. Una alta valla de hormigón con afiladas placas metálicas en la parte superior ahuyentaba a la mayoría de los intrusos. Parecía que el sistema funcionaba, pero Matvey veía puntos débiles: rincones oscuros, puntos ciegos, zonas donde el ruido de la carretera o de la vida urbana podía ahogar los pasos de un forastero.
A menudo se preguntaba, cuando todos dormían y el silencio de la noche cubría la base como un manto oscuro:
— ¿Cómo hacer que la seguridad fuera más efectiva sin llamar la atención innecesariamente y sin gastar mucho dinero?
Y un día se le ocurrió una idea simple, pero a su vez brillante. Tomó una cuerda común y corriente, un viejo cubo de metal y estiró la estructura de tal manera que el más mínimo movimiento en el perímetro provocaba un fuerte "¡pum!". Esta primitiva alarma funcionó la primera noche. Dos hombres intentaron saltar la valla desde el lateral de los almacenes abandonados, pero el sordo sonido del cubo los asustó tanto que, sin siquiera mirar atrás, huyeron. Matvey apenas pudo contener una sonrisa: a veces los métodos antiguos son más efectivos que las tecnologías más caras. Pero el problema era que lograban penetrar el territorio de la base, y estas eran fallas en el sistema de seguridad.
Pero no se detuvo ahí. Ideó varias "sorpresas" similares para los intrusos: pequeñas placas metálicas que emitían un sonido agudo al ser atacadas, e incluso campanillas camufladas entre los arbustos. No eran simples juguetes; cualquier detalle aumentaba las posibilidades de detectar a un extraño antes de que causara daño.
Su ingenio no pasó desapercibido. Natalya Alekseevna, observando su trabajo, decidió hacer una pequeña pero importante mejora: instalaron cámaras de vigilancia con sensores de movimiento en los cinco sectores más remotos. Para algunos, fue un pequeño paso, pero para Matvey, una señal de confianza, sobre todo porque era él quien insistía constantemente en ello. Por primera vez, sintió con tanta claridad que lo veían, lo apreciaban y lo consideraban una parte importante de este negocio.
Cuando los técnicos conectaron las cámaras, pidió quedarse para ver cómo funcionaba todo. Y luego, por su cuenta, averiguó cómo configurar el equipo, conectarlo al conmutador y probar el transmisor. Incluso configuró una conexión Bluetooth con su propio teléfono para ver las imágenes de las cámaras a ciento cincuenta metros del punto central.
Empezó a disfrutar aprendiendo nuevas tecnologías. Hacía unas semanas, no sabía la diferencia entre un sensor infrarrojo y un sensor de movimiento, y ahora ya aconsejaba qué modelos funcionan mejor en espacios abiertos y no reaccionan a cualquier ráfaga de viento.
Por las noches, cuando el oficial de guardia cambiaba, se quedaba una hora para montar un circuito o soldar cables tranquilamente. La sala de seguridad se convirtió poco a poco en un pequeño taller: había destornilladores, alicates, carretes de cable, placas de circuitos viejas de cámaras y alarmas.
"¿Quién iba a pensar que se me daría tan bien?", sonrió, hojeando foros técnicos y manuales en su teléfono.
Con el tiempo, sus colegas empezaron a pedirle consejo. Uno le pidió ayuda para instalar una cámara en su garaje, otro le pidió consejo sobre un sensor económico para un cuarto de servicio. Matvey ayudó a todos, desinteresadamente y sin arrogancia. Para él, no era solo un trabajo, sino parte de su vocación.
Lo comprendió: no tiene un título de ingeniero de seguridad, pero hay algo más: el deseo de aprender, la convicción de que es posible hacerlo mejor y el apoyo de la gente que confía en él. Y también la confianza de que todo esto no es casualidad. Dios le dio fuerza, paciencia y los pensamientos adecuados en el momento oportuno.
Y mientras otros dormían, Matvey construía su pequeña pero importante realidad, donde la seguridad no era una formalidad, sino el resultado de la razón, la responsabilidad y un sincero deseo de mejorar el mundo que lo rodeaba, al menos un poco.