Extraordinario en la vida ordinaria

Capítulo 48. Esposa e hijos

La vida de Matviy no podía considerarse ordinaria ni tranquila, y más aún, normal en el sentido habitual. Tenía una familia: su amorosa esposa Valentyna, dos hijos: una hija adulta, Oksana, y un hijo mayor, Oleksandr. A primera vista, era una familia completa, pero a veces parecía que vivían en mundos paralelos que solo se cruzaban ocasionalmente.

Debido a las particularidades de su trabajo, hubo periodos en los que no lo vieron en persona durante medio año, y a veces más. Todo se reducía a conversaciones diarias por Viber, mensajes cortos y videollamadas. Sí, era mejor que el silencio absoluto, pero ninguna pantalla transmite la calidez de un abrazo o esa sensación especial de mirar a tu ser querido directamente a los ojos.

Cada miembro de la familia vivía a su propio ritmo: Valentina trabajaba y, al mismo tiempo, llevaba las riendas de la casa; Oksana, que construía su vida, estudiaba y trabajaba; Oleksandr, aunque era científico y estaba muy ocupado con su trabajo, tenía sus aficiones y amigos. Matvey, siempre de guardia, parecía vivir en una realidad diferente: con turnos, alarmas nocturnas, salidas inesperadas y riesgos.

Nunca se quejaba, pero a veces un anhelo se le colaba en el alma. No era un anhelo de comodidad ni de descanso, sino de calor familiar, de momentos sencillos y cotidianos: desayunar juntos, bromear tomando el té por la tarde, discutir por nimiedades que luego se olvidan fácilmente. Todo lo que otros tienen a diario se convirtió casi en una fiesta para él.

Y entonces, un domingo, cuando por fin tenía un día libre legal, ocurrió algo que él mismo llamaría más tarde un «pequeño milagro». Sin previo aviso, sin siquiera una pista, su familia apareció en el territorio de la base. El coche se detuvo en el puesto de control y Valentina, Oksana y Oleksandr bajaron. Los tres con sonrisas, con los ojos llenos de amor y alegría.

Matvey se quedó sin aliento por un instante. Fue como si el tiempo se hubiera detenido. Corrió hacia ellos, olvidándose de todo: de su uniforme, de las cámaras de vigilancia, de estar en las instalaciones. El abrazo fue tan fuerte que parecía que intentaban compensar todas esas semanas y meses de separación con un solo roce. Valentina lo abrazó como si temiera soltarlo. Los niños, ya no pequeños, pero aún "pequeños" en su corazón, rieron y al mismo tiempo se enjugaron las lágrimas.

"¿Cómo llegaron aquí?", fue todo lo que logró decir.

"Queríamos sorprenderlos", respondió Valentina, con tanta calidez en su voz que incluso el viento frío parecía suave.

Decidieron pasar el día en Kiev. Al principio, simplemente pasearon por las calles antiguas, admiraron la arquitectura y se tomaron fotos con los monumentos de fondo. Luego, una cafetería acogedora, café aromático para los adultos y chocolate caliente para Alexander. Por primera vez en mucho tiempo, todos rieron juntos, sin prisas, sin distracciones telefónicas. A la hora de comer, Matvey insistió en ir a un restaurante. No era un derrochador, pero esta vez no escatimó ni una sola grivna. Quería que sus hijos y su esposa recordaran ese día como algo especial, impecable. Platos deliciosos, un salón tranquilo, música agradable: todo ello creaba la ilusión de estar en su propio mundo, donde no había separaciones ni preocupaciones.

—Este es el mejor día del último año —susurró Valentina al salir. Su mano estaba en la de él, y él sentía sus dedos apretándoles los suyos de vez en cuando, como un recordatorio: «Estoy aquí. Estoy contigo».

Esa noche fueron al cine. El argumento de la película no importaba; lo importante era que él se sentara entre los niños, sintiendo el calor de sus hombros, y de vez en cuando captaba la mirada de su esposa, quien, aunque cansada, irradiaba felicidad.

Despedirse fue lo más difícil. Unos minutos de abrazos, una última broma para disipar la tristeza, y finalmente el momento en que el coche salió lentamente de la puerta de la base. Se quedó observándolo hasta que los faros desaparecieron tras la curva.

La habitación a la que regresó estaba en silencio, pero su alma brillaba por dentro. Esa noche se durmió rápida y profundamente, sin los despertares nocturnos habituales. Y por la mañana, al entrar en su turno, sintió que tenía nuevas fuerzas. Porque sus amigos más cercanos vieron dónde y cómo vivía, y lo aceptaron.

No fue solo una visita. Fue un acto de amor. Un recordatorio vivo de para qué y para quién trabajaba. En un día cualquiera, encontró lo extraordinario. Y comprendió: la verdadera felicidad no se trata de eventos lujosos ni regalos caros, sino de momentos llenos de amor que quieres guardar en tu corazón para siempre.




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