Extraordinario en la vida ordinaria

Capítulo 50. ¿Quién está al mando: los humanos o la inteligencia artificial?

Trabajar en un nuevo sistema de seguridad cautivó tanto a Matvey que el tiempo dejó de existir para él. Días y noches se fundían en un flujo continuo: se despertaba pensando en algoritmos y se dormía, repasando mentalmente los esquemas y la lógica del futuro proyecto. La inteligencia artificial que integró en su trabajo era impresionante: la precisión de los cálculos, la velocidad del análisis, la impecable estructuración de las respuestas; todo parecía casi perfecto.

Y, sin embargo… con el tiempo, Matvey empezó a notar algo que le causaba una incomprensible resistencia interna. No podía explicar de inmediato qué le preocupaba exactamente, pero la sensación era similar a una ligera decepción tras la emoción.

El problema resultó no ser la velocidad ni el volumen de los cálculos; aquí la máquina era la campeona indiscutible. El problema residía en la naturaleza misma de las soluciones. La inteligencia artificial siempre ofrecía respuestas claras, completas y "cerradas". Nunca iba más allá de lo que ya sabía o podía deducir de los datos conocidos.

“Así es…”, murmuró Matvey, mientras revisaba otro informe analítico. “Pero… no es nuevo. En otras palabras, es solo una buena repetición de lo viejo.”

La irritación lo invadió. Quería algo más que una respuesta perfecta a los escenarios conocidos. Soñaba con que el sistema pudiera ir más allá de lo obvio, adentrarse en la oscuridad de lo desconocido, donde no existían algoritmos predefinidos. Pero la máquina, por su propia naturaleza, se negaba a ir donde no había datos, porque ahí empezaba el riesgo.

Matvey paseaba por la sala, intentando formularlo:

“Esto no es un gran avance. Es solo una repetición de lo conocido. Y quiero llegar donde nadie ha estado antes.”

Se dio cuenta de que el problema clave era que la inteligencia artificial no corría riesgos. No cometía errores, y por eso no era capaz de descubrir. A veces, una persona actúa intuitivamente, contrariamente a la lógica, da un paso en falso y, de repente, encuentra lo que buscaba, sin siquiera saber que existía. Suena complicado, pero es un invento.

Esta idea se convirtió en un punto de inflexión para él. Su objetivo no es crear una "máquina de seguridad ideal", sino construir un sistema donde lo principal sea quien sueña y piensa. La máquina solo debe potenciar las posibilidades, no controlar el proceso.

"La inteligencia artificial no es una cúspide, sino una herramienta. No es un arquitecto, sino un dibujante. No es un líder, sino un asesor", dijo en voz alta, sintiendo cómo sus palabras se aclaraban. Yo mismo debería ser quien fantasea, pregunta, siente. Y él es quien analiza, aclara, verifica y en ningún caso dicta.

Comenzó a construir una nueva lógica de interacción:

Una persona es creadora, por voluntad de Dios.

La IA es una herramienta.

Las preguntas son el camino a la invención.

La invención es el resultado de la visión humana, reforzada por el análisis de la inteligencia artificial.

Poco a poco, una metodología fue tomando forma en su cabeza, a la que llamó la "Escalera a la Invención". Cada paso tenía su propia función:

1. Una persona formula una hipótesis o incluso una fantasía. No se limita a los hechos ni a la lógica, simplemente sueña.

2. La IA formula preguntas. Profundas, esclarecedoras, incluso provocativas, para comprobar la solidez de la idea.

3. Una persona responde. A veces con seguridad, a veces con vacilación, a veces inventando nuevas opciones sobre la marcha. Y esto conduce a un tema nuevo e inexplorado.

4. La IA aclara los límites de lo posible. Muestra dónde se encuentra el "techo" de las tecnologías modernas. Una persona se expande, incluso de forma ilógica, con fantasía, lo que le permite añadir opciones que aún no existían.

5. Una persona intenta romper este techo. Encuentra soluciones alternativas, rompe las reglas, combina lo incompatible. Y esto debería dar sus frutos.

6. A veces comete errores, pero a veces... inventa. Y para ello, todo el ajetreo previo.

Tomó un rotulador y escribió dos principios fundamentales en la pizarra con letras grandes:

> “La invención no es una respuesta. Es la pregunta equivocada que nace de una mente libre”. Y a veces resulta ser una invención brillante.

> “La IA nunca cometerá un error, es decir, una decisión equivocada que no sea la misma; por lo tanto, nunca logrará un avance, una invención. Solo una persona tiene derecho a equivocarse, y esa es su ventaja”.

Al observar lo que había escrito, sintió que ya no eran simples notas de trabajo. Era un manifiesto. El comienzo de una nueva etapa, donde una persona y una máquina trabajan juntas, pero la palabra clave siempre pertenece a quien es capaz de soñar. Así debía ser, porque Dios así lo decidió.

"Y Dios creó al hombre para que tuviera dominio sobre todas las cosas."

Matvey imaginó un futuro donde ingenieros, científicos, artistas e incluso niños interactúan con la inteligencia artificial exactamente de la misma manera: no como con un jefe impecable, sino como con un asistente sabio a quien una persona le hace las preguntas correctas. Y cada pregunta es un paso más hacia lo desconocido. Porque esta es una cooperación donde cada uno hace lo suyo y no intenta hacer lo que no es capaz de hacer.

Así comenzó una nueva página en su vida. No solo crear otro dispositivo, sino construir un espacio común para el hombre y la inteligencia, donde cada uno cumple con su tarea: una persona sueña, la inteligencia ayuda a lograrlo.




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