MIGUEL
Miro hacia el horizonte, no puedo creer que hayan pasado seis meses; el mundo nuevo nos arrebató lo poco que tenía mi familia. Vivíamos al norte desde que aconteció el primer avistamiento. Pensaba que mi vida no iba a acabar así, caminando hacia el sur, escapando de lo que sea eso que aprecio en el cielo. Desde cualquier punto del planeta se veía el espejismo.
Camino con mi familia sobre una ruta polvorienta; hace días no vemos una ciudad, hace días no tomamos una ducha y, sin darme cuenta, perdí mi sentido del día. De vez en cuando pienso en mis amigos.
Es poco lo que se sabe del espejismo; los países poderosos intentaron colonizar el nuevo planeta, sin resultado alguno. Todas las conclusiones que pudieron surgir las tiraban al bote de basura; cada conclusión se embotaba por una conducta irracional del espejismo.
¿Quién sabe si el viejo mundo apodado como tierra nos vino a buscar para ejecutar el mal que le dejaron nuestros antepasados?
Huimos de nuestra ciudad; el miedo era latente: un hombre se había levantado y se había proclamado el único, unificando los países, trayendo paz y serenidad.
Siento que personas desaparecieron en el mundo cayendo muertos. HE visto videos como la gente se esfumaba dejando la ropa en el aire.
—¡Miguel! —Date prisa, que vas muy lento —me apresura mi padre.
—¡Sí, estoy en camino! —le digo levantando la mano.
Corro un poco hacia él, comiendo un poco de polvo. Justo un viento levanta polvareda que entró hasta mi alma; carraspeo con mis manos entre las piernas; llevo unos zapatos de cuero cómodos y unas medias que le robamos a un oficial. Es una historia que no viene al caso.
Y ahí está mi padre, muy optimista; dice que ya llegaremos, pero en realidad falta mucho. Él dice que debemos llegar a las montañas. Sus abuelos le dejaron una granja con todo lo que necesitaría si un día algo pasaba.
Papá siempre los miró con desprecio, ya que su fe era diferente a la de ellos, pero al fin, hace dos noches, entendió lo que siempre le decían, porque si este día había llegado, él dijo que todo lo que siempre le dijeron era real.
—Miguel, ¿estás bien? —me pregunta mi padre.
Yo levanto mi mano izquierda y le digo que no es nada con un movimiento de manos; él extiende sus manos alcanzándome agua de su botella de vidrio, que mantiene muy bien el frío. Es uno de los inventos de este mundo; uno se sorprendería al ver una jarra de vidrio que enfría el agua hasta casi congelarla.
Me la llevo a la boca y hago buche hasta escupirla sobre el suelo polvoriento.
—Gracias —digo jadeando.
Me restregó con mi ropa la boca y miramos juntos el horizonte; ya casi está saliendo el sol.
—Hay que avisarle a tu madre, hoy nos quedaremos aquí —indica mi padre—. Creo que por hoy ya hemos viajado lo suficiente.
Él marca un círculo y coloca en el suelo las estacas para acampar, enlaza unas cuerdas sobre su mochila; al terminar, deja su mochila en el medio del círculo y se aleja unos metros, saca un pequeño control de su bolsillo, apunta y, en menos de lo que canta un gallo, está armado el campamento.
Desde arriba parece un árbol. Es nuestro refugio; todos aquellos que escaparon de la ciudadela son buscados intensamente. Esto por ahora nos ha mantenido alejados de los silbantes.
—Miguel, ayuda a tu hermana —me pide mi madre— con sus cosas, apurémonos, que va a ser hora, no podremos salir hasta la noche, recuerden, tendremos que recostarnos y hacer silencio por una hora.
Es la defensa; se le acabó la batería hace unos dos meses y tarda una hora en cargar las baterías con el sol. Es por eso que caminamos de noche; sin la defensa estaríamos fritos en pocas horas.
—Saben que hasta que no nos quedemos bien quietos pueden rastrearnos en un abrir y cerrar de ojos —nos vuelve a advertir mi mamá. —Métanse en las bolsas, así no podrán rastrear su calor.
Está amaneciendo cuando logramos entrar y quedarnos quietos; estamos boca abajo. Cuando mi padre cierra mi bolsa térmica, él se acurruca al lado de mamá, siempre sudoroso, temiendo lo peor. Esta hora es crucial, no hemos hallado repuestos.
Todo está en silencio, los minutos pasan, escucho a mi hermana respirar agitada, sus ojos están intranquilos, tiembla y suda como hace mucho no la veo; no entiendo qué sucede.
La miro hasta que capto su atención; ella se lleva la mano hacia su frente, el pelo marrón se le escurre entre los dedos. Me muestra su mano derecha; el rastreador de alguna maldita forma se volvió a encender.
Me volteo y lo miro a mi padre mostrándole lo que está pasando; él levanta la mirada, abriendo los ojos, mira el reloj pegado a la pared; aún faltan veinte minutos, la batería está a ochenta por ciento de su capacidad, no podría encender aún la defensa.
Mi madre se impacienta y busca algo dentro de ella, hurga dentro de su bolsa térmica, saca un papel de aluminio; siempre hablamos de que si nuestros rastreadores se encendían tendríamos que probar con algo, sabíamos que en algún momento iba a suceder.
Mi madre extiende la mano, lo tomo y en un segundo se lo envuelvo a mi hermana en su mano; nos quedamos quietos esperando lo peor.
Intento pensar en mis amigos, Tomas, Lariel, Urk y Bell. Ellos son amigos de juego; los conocí en mi escuela. Yo, un nuevo que lo apodaron Ruka, como el popo de los animales de este mundo nuevo, me consideraron un muchacho raro; tenía un peinado anómalo como suelen tener los Rukas. Ese día me había ido muy mal. En fin, hay muchas cosas que quise dejar atrás. Como el perro tonto que se quiso quedar guardando su comida, no lo pudimos traer. Y una lista larga de cosas, que por ahora no vienen al tema.
Y allí está el sonido, ese maldito susurro, parece que se posó sobre nosotros, parece un enjambre; mi padre y mi madre nos miran y ya sabemos qué hacer. Detrás de ellos vienen los Narks.
Ellos nos hacen señas y nos posicionamos; mi hermana tiene miedo, suda, tiembla, sus ojos color azul están abiertos como luna llena. Mi madre se le acerca y pone su cabeza sobre su frente, la mira y le entrega el arma que estaba guardada dentro de un armario. Sus vistas se chocan y ella asiente con un sí. Los ojos de ellas se llenan de lágrimas al mirarme.