En ese día, la ciudad de Numbra se preparaba para la fastuosa fiesta de disfraces que ofrecía el conde Brand Luckard en su enorme castillo. Las reglas de vestimenta eran estrictas: atuendos victorianos y góticos, máscaras elaboradas, trajes que ocultaran tanto la identidad como las intenciones. La nobleza y los curiosos del continente entero hablaban del evento como si fuera el punto de inflexión de la temporada... y no sabían cuán cierto era eso.
—Luckard, traigo noticias de los hechiceros oscuros que enviaste al Bosque Maldito de Nam.
—Cuatro de ellos perecieron en ese lugar. Solo uno regresó.
—¡Maldición! —exclamó el conde, golpeando con furia el respaldo de su trono de ébano—. ¿Por qué todo parece jugar en nuestra contra? Justo ahora, cuando más necesitaba que nuestros planes se cumplieran, tiene que pasar esto. Ahora tendremos que aplazar el ritual. ¿Dónde está el hechicero?
—Lo llevé abajo, a las mazmorras del castillo. Ahí está aguardando por ti.
—Encárgate de ultimar los detalles para la fiesta de esta noche —ordenó Luckard, con una voz helada.
El conde Brand Luckard se quedó unos segundos en silencio, con la mirada clavada en la llama temblorosa de uno de los candelabros colgantes. Sus ojos, fríos como el acero ennegrecido, reflejaban un torbellino de ira contenida y ansiedad calculada. Finalmente, se giró con su capa larga arrastrándose como una sombra viviente por los mármoles oscuros del salón.
—Que no falte ni un detalle esta noche. Quiero a cada noble, hechicero, cortesano y espía bajo este techo —dijo con voz baja pero imperiosa—. Que las máscaras oculten más que rostros... que oculten intenciones.
El sirviente asintió, hizo una reverencia rápida y desapareció por un pasillo lateral.
Luckard descendió por una escalera de caracol que bajaba al corazón del castillo. A cada paso, el aire se volvía más húmedo, más denso, impregnado de sangre seca, musgo y secretos. Al llegar al último nivel, empujó una pesada puerta de hierro y se adentró en la sala de las mazmorras. Allí, en una celda apenas iluminada por antorchas tenues, estaba el único hechicero que había regresado del Bosque Maldito de Nam.
—Habla —ordenó Luckard, sin molestarse en acercarse demasiado—. ¿Qué viste allá? ¿Qué ocurrió?
El hechicero, cubierto de heridas y con el rostro marcado por un terror que parecía haberlo envejecido diez años en una sola noche, levantó la mirada.
—Mi señor... algo nos esperaba. No fue casualidad... sabían que iríamos. Las sombras nos rodearon. Uno por uno... desaparecieron. No hubo gritos. No hubo lucha. Solo... vacío. Como si fueran arrancados del mundo.
—¿Y tú? —preguntó el conde, entornando los ojos.
—A mí me dejaron ir. Me hablaron... no con palabras, sino con pensamientos que helaban el alma. Dicen que el ritual no debe llevarse a cabo. Que si lo haces, desatarás algo más antiguo que la muerte misma.
Luckard respiró hondo, pero no mostró miedo. Solo una creciente irritación.
—Cobardía disfrazada de profecía —espetó—. O quizás una amenaza real. En cualquier caso... no detendrán esta noche. No saben lo que se avecina.
El conde se giró, y justo antes de subir de nuevo las escaleras, añadió:
—Esta noche, todos estarán enmascarados... y bajo el mismo techo que su condena.
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Editado: 18.08.2025