Finalmente entramos, pasando la celosía del velo umbroso de la Ciudad. Llegamos a una de las calles que daban directo a una avenida, y en la distancia se podía ver el imponente castillo del conde Luckard. Las miradas hostiles de muchos seres misteriosos nos observaban; todos iban vestidos como para una fiesta. Algunos de estos seres eran más grotescos que otros, con cuerpos alargados, máscaras de piel, o extremidades que no correspondían a ninguna criatura conocida.
Nos asombramos porque personas normales los acompañaban. Las miradas de estas personas eran vacías, sin emociones, como si la esperanza los hubiera abandonado hace mucho tiempo. Encadenados, parecía que eran esclavos de estos entes. Al pasar cerca de nosotros, uno de ellos intentó decirnos algo, pero fue obligado a retroceder bruscamente por el tirón de su cadena. No alcanzamos a oír sus palabras, sólo el lamento silencioso de sus ojos.
En la avenida había un curioso hombre que nos miró con una intensidad incómoda y nos preguntó si queríamos ser retratados en uno de sus cuadros.
Me acordé de las palabras del anticuario y asentimos con la cabeza, en signo de negación.
El hombre fue quien nos informó acerca de la fiesta que se iba a dar ese día en el castillo, y sobre la forma de vestimenta que se debía llevar. Tenía un rostro alargado, casi caricaturesco, y vestía un traje de colores opacos, como si el tiempo mismo se hubiera desteñido sobre su ropa. Llevaba un caballete portátil en la espalda y colgando de su cinturón una paleta reseca, con manchas de pintura tan oscuras que parecían extraídas de pesadillas. Decía llamarse Sajh.
—No muchos rehúsan ser retratados por mí —dijo con una voz suave pero cargada de un eco distante, como si hablara desde algún rincón olvidado del mundo—. Tienen suerte de conservar todavía su reflejo.
Ustedes son forasteros y no pertenecen aqui.
Tu, humano tienes un poder intrigante, siento como si la energía de tu aura ya la hubiera percibido en otro lugar.
Después de lanzar esa última frase, sonrió, pero su sonrisa no alcanzó sus ojos. Con una pequeña reverencia, desapareció entre la multitud de máscaras, trajes de gala y murmullos apagados.
Avanzamos lentamente por la avenida, cada paso nos alejaba más de cualquier noción de realidad familiar. Las edificaciones se alzaban como esculturas de piedra derretida, sus formas torcidas y fluidas parecían moverse sutilmente al margen de la visión. Algunas ventanas estaban encendidas con luces rojizas; dentro se veían siluetas estáticas, observándonos.
Mientras nos aproximábamos al castillo, una figura se nos cruzó en el camino. Era una mujer de piel grisácea, vestida con un vestido desgastado pero elegante, con un tocado de plumas marchitas y ojos como espejos rotos. Nos miró detenidamente.
—No pertenecen a esta fiesta —dijo, no como una acusación, sino como una constatación inevitable—. Aún no han sido invitados... oficialmente.
Intentamos responder, pero un chillido agudo, como el de una flauta rota, interrumpió la conversación. Una especie de carruaje sin caballos se acercaba. Flotaba ligeramente sobre el suelo y estaba adornado con símbolos tallados en hueso y plata ennegrecida. Desde su interior, una voz familiar emergió, suave, cortante.
—Suban. No tenemos mucho tiempo.
Era Sajh, el pintor el sujeto de apariencia rara. Tenía mucho tiempo de no ver humanos libres circulando por aquí, mucho menos tan expuestos. Vestía un nuevo atuendo, más acorde a los presentes, aunque su mirada seguía tan despiadadamente lúcida como siempre.
Nos miramos entre nosotros sin decir palabra y subimos. En cuanto entramos, el carruaje se selló con un suspiro metálico, y comenzó a deslizarse rumbo al castillo.
—Las reglas han cambiado —nos dijo Sajh sin rodeos—. Luckard ya sabe que están aquí. No podrán evitar el baile esta vez. Pero hay algo que deben encontrar antes de que suene el tercer gong.
—¿Qué es? —pregunté, sin disimular el nerviosismo que me empezaba a calar los huesos.
Sajh me sostuvo la mirada.
—La máscara del penitente. Sin ella, no podrán ver lo que se oculta tras el rostro de los invitados... ni sobrevivir al brindis final.
Nos miramos Lirian,Zila,Alan y Sonerís. Sabíamos lo que eso significaba: no solo tendríamos que infiltrinarnos, en una de las fiestas más peligrosas de Numbra, sino hacerlo disfrazados, sin revelar quiénes éramos... y con el tiempo en nuestra contra.
---Sabes que no pertenecemos a este lugar ¿Porque nos brindas tu ayuda? ¿Acaso Luckard te ha enviado a atendernos una trampa?
----Humanos los ayudo porque de esa forma yo también me ayudo? Si El conde Luckard logra su objetivo sobrevendra una guerra que no todos queremos vivir. Este reino es un lugar donde los exiliados, rechazados los marginados tienen un refugio, un lugar donde no pueden ser perseguidos, pero si entramos en conflicto vendrán otras fuerzas más poderosas y todo desaparecerá.
El castillo del conde Luckard se alzaba más cerca ahora, sus torres góticas perforando el cielo carmesí de la ciudad. Las sombras se agitaban bajo sus almenas como si tuvieran vida propia.
Y nosotros íbamos directo hacia ellas.
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Editado: 09.06.2025