Capítulo 57 – El precio del penitente
El tercer gong todavía vibraba cuando comprendí que todas las miradas se habían clavado en mí.
Yo soy Kensel. Y el castillo lo sabía.
Los danzantes de la muerte se habían vuelto estatuas, candelas inmóviles en una misa profana. La jaula de hierro descendía lentamente sobre el salón, mecida por cadenas que chirriaban como dientes. Dentro, Ani—solo Ani—se aferraba a los barrotes ennegrecidos. No había nadie más con ella, nada oculto; solo su pulso acelerado y ese coraje obstinado que me atravesó como un cuchillo.
—¡No lo hagas! —su voz quebró la quietud—. La máscara arranca lo que eres.
En la sala secreta, la máscara del penitente flotó sobre el pedestal, girando sobre sí misma, blanca como el silencio que precede a lo se pulcral. El hombre encadenado agachó el rostro y habló con una multitud de voces poseídas:
—La verdad exige carne y sangre. Y las verdades de un líder pesan más.
Mi mano se cerró, casi por instinto, sobre la empuñadura de la espada Grial. Su hoja respondió con un murmullo vibrante que solo yo podía entender, como si reconociera el peligro. Grial No era una espada común: estaba forjada con la esencia celestial antigua, y cada vez que la blandía, sentía que la frontera entre las sombras y la luz se adelgazaba un poco más. Quizás la condena de la vida de este mundo oscuro comenzaba a pesar sobre si misma.
Lirian me sujetó del antebrazo. Bajo su máscara de marfil y carne, la respiración era un latido herido y ansioso.
—Kensel, si te la pones, Numbra te leerá.
—Ya me está leyendo —dije, y la frase me supo a hierro.
Sonerís alzó su amuleto con forma de lámpara, trazando un arco que dejó un rastro de humo oscuro.
—Si alguien debe cargar la cruz, que sea quien pueda sostenerla. Y ese debes ser tu Kensel.
Zila negó apenas, con los puños cerrados, impotente ante el péndulo de la jaula. Alan murmuró una plegaria sin santo.
Di un paso. La máscara acudió a mí como si hubiera estado esperándome desde antes de que yo tuviera nombre, Grial emitió una energía protectora que envolvió todo mi cuerpo. Cuando rozó mis dedos, Grial volvió avibrar en su vaina, como si quisiera apartarme, como si presintiera que aquello no era un combate físico, sino uno en el que incluso su filo sagrado poco podía intervenir.
—Kensel —susurró Ani—. Por favor… no me salves a costa de destruirte.
Sonreí sin alegría, en ese momento no supe cómo Ani pudo reconocerme atravesó de esa máscara
— vine a cumplir mi promesa y te voy a sacar de este lugar.
Me la coloqué la máscara.
El frío me atravesó con la precisión de un bisturí. No fue dolor primero; fue claridad. Las paredes respiraron y, sobre sus espejos, la fiesta se reescribió en escenas que yo había enterrado…
(... [se mantienen las confesiones de los tres nudos, liberando a Ani])
El último anillo se abrió con un chasquido seco. La jaula aterrizó sobre el suelo del salón con un golpe que apagó varias velas. Los invitados exclamaron, excitados, como si hubieran presenciado un prodigio y un crimen al mismo tiempo.
Corrí. Las cerraduras eran ya solo barrotes y hierro común. Esta vez desenvainé a Grial: su filo emanó una luz fría, atravesando la penumbra como una luna vertical. Bastó un solo tajo y los cerrojos estallaron en chispas.
Pero no fue solo eso.
Cuando Grial tocó el metal corrompido, las sombras del salón retrocedieron como animales quemados. Los invitados enmascarados chillaron, algunos cayendo de rodillas, otros rompiéndose como espejos al reflejarse en la hoja. Los espejos de la sala se resquebrajaron, y por un instante vi detrás de ellos: pasillos muertos, escenas prohibidas, rostros que no pertenecían al banquete.
La espada había revelado lo que el castillo ocultaba.
—¡Grial los ve! —gritó Sonerís, alzando su amuleto para protegernos del vendaval de visiones y energías hostiles.
Ani salió un paso, tambaleante. Me miró a través de la máscara que ya se había pegado a mi rostro como una segunda piel. Sintió el precio antes de que yo lo dijera.
—¿Qué te quitó? —preguntó, apenas un hilo de voz.
Lo supe al intentar pronunciarlo: la máscara había cobrado mi promesa. No podré volver a prometer sin que el hierro me muerda la lengua. Numbra me había hecho mudo para las promesas, y esa mutilación era el sello de mi penitencia.
Un murmullo recorrió los balcones. Las sombras se apartaron como cortinas, y, sin mostrarse aún, el conde Luckard habló desde todas las direcciones a la vez: un rugido de lobo herido se escucho perderse en los ecos de las palabras del conde Luckard.
—El penitente ha caído. La invitada está libre, seres oscuros, hermanos de causa. He aquí nuestro enemigo. Bienvenido a mi palacio de verano Kensel o prefieres que te llame "Siskan". Que empiece el banquete.
Y que Kensel con sus amigos sirvan de alimento para llenar nuestros platos…
Los candelabros estallaron en luz. La música regresó, más afinada y cruel. Ani apretó mi mano, anclándome al borde de mí mismo. Sonerís nos rodeó con un gesto, formando un círculo débil de energía protectora.
Apreté con fuerza a Grial, cuya hoja aún destellaba, hambrienta de destino. La espada seguía revelando grietas en las paredes, puertas falsas, secretos que vibraban como heridas abiertas. El castillo sabía ahora que no caminábamos a ciegas.
—No habrá más jaulas —dije, cada palabra clavándose como un juramento imposible.
El salón respondió con una risa que no tenía boca. La ciudad se inclinó sobre nosotros como un cielo demasiado bajo.
Seguir llevando la máscara era como arrastrar un peso que trataba de corromper mi alma. Alce a Grial y la clave con fuerza en el piso, está emitió un poderoso destello acompañado de una honda de energía que destruyó todos los disfraces y máscaras. Todos quedamos expuestos mostrando nuestras verdaderas identidades.
Y caminamos hacia el banquete.
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Editado: 18.08.2025