Fallens

Capítulo 61 - El Umbral de las Ruinas

Capítulo 61 – El Umbral de las Ruinas

El destello se desvaneció como un eclipse a la inversa, dejando tras de sí un silencio que pesaba más que el estruendo. La penumbra regresó, pero no era la misma: se había teñido de un matiz rojizo, como si la sangre del mundo hubiese comenzado a filtrarse en cada grieta del mármol.

Likantro permanecía erguido, con el pelaje erizado, sus ojos brillando como carbones encendidos. Una de sus garras humeaba aún, marcada por el contacto con Grial. Yo respiraba con dificultad, la espada vibrando como un corazón desesperado en mis manos.

De las sombras, Luckard habló de nuevo, su voz era ahora más grave, casi un murmullo que reptaba por las paredes:
—Ya no luchan por ustedes… sino por la forma misma de la noche.

El aire se quebró con un sonido profundo, como si un vidrio gigantesco se rajara en lo invisible. Los vitrales rotos dejaron ver que el cielo mismo se hendía: sobre Numbra, una grieta oscura se abría, mostrando destellos de otro mundo, un lugar donde las estrellas parecían podridas y el tiempo se deshacía en jirones.

Ani corrió hacia mí, libre ya de toda cadena, con el rostro empapado en lágrimas y la determinación endureciendo su mirada. Intentó alzar sus manos, recitando palabras antiguas que apenas lograba articular, como si en su interior hubiese guardado un fragmento de poder olvidado. La luz que surgió de su pecho no era fuerte, pero sí pura, y por un instante contuvo el temblor del suelo.

Lirian, herida, trataba de levantarse, se arrastró hasta llegar cerca a Kensel, saco de su pecho un pequeño frasco que contenia un líquido transparente y sin esperar más lo llevo a su boca y lo tomo todo. temblando bajo el peso de un dolor que no era solo físico. Sonerís, con la lámpara rota, se arrastraba entre los restos del salón.
—Kensel —dijo con voz apagada—… si el Umbral se abre por completo, no habrá amanecer.

Grial respondió a sus palabras. Una runa desconocida se encendió en su hoja, un símbolo que jamás había visto, y sin embargo lo reconocí: era la señal de los caídos, un juramento que me superaba.

Likantro rugió, pero esta vez su aullido no fue contra mí. Fue contra el cielo abierto, llamando a algo más allá del velo. Su cuerpo se deformó, como si su propia carne fuese incapaz de contener lo que lo atravesaba.

Entonces lo comprendí: la batalla que creía decisiva era apenas el preludio.
El verdadero rostro de la oscuridad estaba a punto de descender.

Y allí, en medio de aquel abismo de presagios, escuché de nuevo la risa de Luckard, ahora clara, demasiado humana:
—Bienvenido al umbral, Kensel. Aquí no existen vencedores… solo ruinas.




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