Capítulo 62 – El Surgimiento del Executor
El medallón púrpura ardía como un sol negro en el pecho de Ani. Sus ojos, antes cristalinos, se cubrieron de un velo rojizo, y un grito ahogado escapó de su garganta cuando el mago oscuro levantó su bastón, entrelazando su voluntad con la suya.
—No luches, niña… —susurró con deleite—. Eres solo la carne que porta la llave.
El aire se desgarró. Las cadenas del medallón se extendieron, alargándose como tentáculos de sombra que golpearon el suelo, abriendo grietas que supuraban fuego líquido. El mármol se partió, dejando escapar vapores sulfurosos que llenaron el salón con un hedor insoportable.
Yo corrí hacia ella, pero una muralla invisible me detuvo: un círculo de runas negras había brotado bajo los pies del mago, sellando el espacio con un conjuro imposible de atravesar.
—Ani… ¡resiste! —grité, golpeando contra la barrera con Grial. La espada escupió destellos, pero el muro de sombras absorbía cada intento como si se alimentara de mi desesperación.
El mago clavó el bastón en el suelo.
—¡Por el pacto de los condenados, que se abra el Umbral de las fauces!
El medallón respondió con un estallido. El suelo tembló, los vitrales restantes explotaron, y del centro del salón emergió un vórtice de fuego y sombras. El rugido que salió de su interior no pertenecía a ninguna criatura terrenal: era el eco de mil almas trituradas.
De aquel portal emergió primero una silueta humana. Pero no era un hombre. Su cuerpo era más alto que cualquier mortal, con la piel marcada de runas ardientes y los músculos tensos como cadenas vivas. Dos cuernos cortos se erguían en su frente, y sus ojos eran grietas incandescentes que no parpadeaban.
En su mano derecha sostenía una espada colosal, de doble filo, que irradiaba un poder contradictorio:
—El filo diestro brillaba con un fulgor blanquecino, de donde emanaban susurros de almas que rogaban ser liberadas.
—El filo siniestro, en cambio, goteaba un líquido oscuro, y cada vibración suya era un latido de muerte absoluta.
El Executor había llegado. No era un titán, pero sobrepasaba a cualquiera de nosotros, imponiendo su presencia como un verdugo inevitable. Cada paso suyo hacía crujir los cimientos, y con su sola respiración el aire se llenaba de azufre.
Ani cayó de rodillas, su pecho ardiendo bajo el medallón, que ahora latía al mismo compás que la espada del demonio.
—He aquí el juez verdadero —proclamó el mago oscuro, con los brazos abiertos—. El Executor no dicta sentencias… ejecuta destinos.
Grial vibró con más fuerza y furia en mis manos, como si deseara enfrentarse a esa espada y a su portador. Cuando el Executor me miró, sentí un peso interno cómo sí mis huesos quisieran quebrarse solos, solo por la gravedad de su voluntad.
Luckard has desatado fuerzas que no conoces ni podrás controlar. Acabas de traer la destrucción misma.
Luckard reía, su voz multiplicándose en cada rincón:
—¿Lo ves, Kensel? Ahora estás ante el espejo de tu propia condena. ¿Qué filo elegirá tu destino: la falsa liberación o la muerte eterna?
Y entonces el Executor alzó su espada, y las dos mitades del filo resonaron como un coro de condenados.
Luckard humano que recibió dones de nuestro señor, dónes que has utilizado para conspirar contra el reino de nuestro señor. Haz hecho que mi venida se adelantará para impartir juicio a ti y todo lo que habita en este reino alterno que se te permitió construir. Después de que yo termine no quedará nada en pie.
Entonces los rumores si eran ciertos el infierno manda a su verdugo para ejecutarme. Ya no les soy de utilidad, no sirvo a sus propósitos. Pues me niego a dejar de existir. Tendrás que encontrarme para poder llevar a cabo tu orden.
Luckard trató de evaporarse convirtiendose en niebla como siempre, para escapar del castillo.
Esos trucos está vez no te servirán de nada Luckard he puesto una protección al rededor del castillo nada puede salir ni ertrar.
El juicio de Numbra había comenzado
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Editado: 18.08.2025