Fallsville: cuando sale la luna.

Capítulo I: La partida.

Despertó en mitad de la noche, sus ojos rápidamente se adaptaron a la oscuridad. Era lunes, quizá martes, quién sabe, a esta hora a nadie le funciona el cerebro como debería. Dos voces discutiendo se escurrían bajo su puerta llena de afiches y su horario escolar. Las voces eran de sus padres, escuchar sus discusiones ya se había vuelto parte de su rutina desde hace meses. No le prestó atención a lo que decían, pero no iba a poder conciliar el sueño hasta que se callaran puesto que las paredes eran tan delgadas que no amortiguaban ningún ruido.

Se puso de pie lentamente y caminó en la oscuridad hasta llegar al umbral, sintiendo la moqueta entre sus dedos desnudos. Salió al pasillo y se quedó junto a la puerta de sus padres. Iba a tocar para que hicieran silencio, tenía los nudillos a pocos centímetros de la madera. Retiró la mano lentamente, quizá lo mejor sería no entrometerse. La psicóloga no se cansaba de repetirle que las cosas de adultos se arreglan precisamente entre adultos. Unos pasos se acercaron desde el otro lado y ella corrió sobre la punta de sus pies hasta llegar al fondo del pasillo. La puerta se abrió y su padre salió sujetando una almohada, cerró la puerta de un golpe, siguió de largo sin notarla y bajó al primer piso; iba a dormir en el sofá. Otra vez.

En el desayuno no pudo evitar sentirse incómoda, sus padres no hacían más que fulminarse mutuamente con la mirada, ni siquiera decían una sola palabra. Tuvo que encender el televisor de la cocina para romper la tensión que se había estado fermentando toda la noche. Quizá escuchar el motor del bus aproximándose por la calle fue lo mejor que le pudo haber pasado aquella mañana.

El día transcurrió tranquilamente, o tal vez sea un eufemismo para describir el aburrimiento intrínseco del instituto para una estudiante promedio. Cuando el profesor del mediodía se ausentó y su reemplazo nunca llegó, sacó un cuaderno e intentó dibujar la cara de Bernie, el muchacho de la casa de enfrente con quien había empezado a intercambiar algunas miradas coquetas y palabras tímidas desde hace pocas semanas. Hablar de amor sería algo demasiado apresurado y tonto, nadie se enamora tan rápido, pero quizá el simple hecho de que alguien se hubiese fijado en una chica tímida, insegura y callada había despertado una potente reacción endocrina en su interior. Esas maravillosas hormonas del placer y la felicidad de las que el profesor de biología se enorgullecía hablarles, y que algunas de esas hormonas también eran las responsables de la aparición del acné y de esa irritable personalidad de los adolescentes.

—Tienes que ir, Annie —insistió Molly mientras le pasaba una invitación a una fiesta.

—¿Quién es John? —preguntó al leer los datos de contacto.

—Es el hermano de Peter, el que se graduó el año pasado.

— ¿El atleta?

—Ese mismo.

— ¿Y crees que él estará en esa fiesta?

—Eso espero, bueno, eso esperamos todas. Estamos como buitres detrás de él.

—Qué miedo, mejor lo emborrachan para tirárselo —bromeó y ambas empezaron a reír.

—Entonces, ¿vienes o no?

—No sé, ni siquiera he pensado qué ropa ponerme.

—Somos... somos de la misma talla, ¿no?, creo que tengo algo que te gustará.

—No lo tomes a mal, amiguita, pero tu estilo y el mío no son compatibles.

—Si te sigues vistiendo como mojigata sólo vas a atraer ancianos. Hazme caso, tenemos que hacerte un cambio de look para el viernes.

De vuelta en el bus, empezó a sentir un nudo en la garganta cuando ingresó a su calle. Estos últimos días prefería estar en cualquier parte menos allí. Sus padres se pasaban tanto tiempo discutiendo que ni siquiera le prestaban atención, siempre estaban de mal humor y a veces hasta le gritaban, como si acaso tuviesen el derecho de desquitarse con ella, de canalizar en sus gritos todas sus frustraciones.

—Como si fuera un saco de boxeo —murmuró para sí misma.

Bajó del bus, llegó hasta el pórtico y entró a la casa. Creyó que iba a estar sola, a esta hora ellos debían estar trabajando, pero las típicas y monótonas discusiones venían directamente del comedor. No quiso que la vieran, intentó llegar a hurtadillas hasta las escaleras, sin embargo, algunas palabras de la discusión hicieron que se paralizara.

— ¡Ningún documento me va a quitar a Annie! —masculló su padre—, ¡sigue siendo mi hija, maldita sea!

—Es lo mejor para todos —lo enfrentó su esposa de forma agresiva, sacudiendo una orden judicial que ya estaba arrugada—. Nos vamos este mismo jueves, no vas a arruinarme esto, no pienso cambiar de opinión. Ya estoy harta de ti y de toda esta basura. Espero que estés contento.

— ¡Por Dios, Annie tiene sólo dieciséis!, ¿acaso le quieres quitar a sus amigos?

—La psicóloga dijo que le haría bien un cambio de ambiente. Hará nuevos amigos en FallsVille, es un lugar tranquilo y seguro. Esta ya no es mi casa.

— ¿Qué?, no puedo creer que seas tan egoísta. Ese pueblo de mierda queda al otro lado del país, está en el culo del mundo. ¿Por qué no pueden irse a otro barrio de Sacramento?, al menos otra ciudad del estado —le dio un golpe de frustración a la mesa, haciendo que el florero se tambaleara y por poco provoca un desastre—. No me importa si te quieres ir a FallsVille, a la Patagonia, a Corea, vete a donde quieras, que eso me da igual, pero con mi hija no te metas.




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