Fallsville: cuando sale la luna.

Capítulo IV: Hay alguien en casa

—Vuelvo al anochecer, intenta arreglar la casa tanto como puedas. Hay que barrer al menos las habitaciones que estamos usando, y avísame cuando lleguen los del internet —dijo Katty al detener el vehículo en el camino de gravilla.

— ¿Ya llegó el camión con nuestras cosas?

—Aún no, el conductor dice que hubo un accidente en la carretera y se van a tardar un poco más. No tenemos nevera por ahora, compraré algo para cenar. Creo que mañana tendremos que desayunar en ese café del otro día.

— ¿Donde la señora loca que nos miró feo?

—Sí, pero me dijeron que allá sirven los mejores huevos y tostadas del mundo, a veces hay que sacrificarse un poquito.

En cuanto Annie entró a la casa y la puerta se cerró a sus espaldas, el recuerdo del suceso de la noche anterior apareció en su memoria. Libérame, libérame, libérame. Posiblemente hubiese sido su subconsciente diciéndole que quería escapar de esta prisión de paredes altas y cortinas blancas. Las rejas eran las hectáreas y hectáreas de pinos que no parecían tener fin alguno, o quizá los barrotes podían ser esas escarpadas montañas con puntas tan afiladas que podían llegar a rasgar el firmamento en cualquier momento. Por primera vez en su vida hizo lo que su madre le había pedido, tosió mientras alzaba las sábanas y las nubes de polvo se le clavaban en la garganta y le acribillaban los ojos. Afortunadamente no se le apareció ningún bicho, aunque veía posible que algún animal salvaje entrara a esta a buscar comida o refugio. En Sacramento a veces las alcantarillas y desagües se llenaban por los aguaceros que caían en mayo, las aguas hacían que millones de cucarachas y miles de ratas empezaran a deambular por los callejones y basureros, y alguna que otra vez se las veía en zonas residenciales, en plazas. El ayuntamiento organizaba cacerías masivas para controlar su población, aunque nadie evitaba que algunas enfermedades zoonóticas se propagasen en las escuelas y hospitales. Era algo casi cíclico, a su madre no la veía durante finales de mayo hasta principios de julio, se la pasaba día y noche en el hospital, luchando contra el tiempo para que no se produjera una epidemia mayor. Ese era, sin duda, su mejor atributo. Estaba completamente entregada a su carrera, a servir a los demás. Lástima que se hubiese olvidado de su familia y de ella misma, ésta, de forma muy segura, tuvo que ser uno de los detonantes del divorcio. Annie estaba completamente segura que, más que dejar a su marido o a sus amigos, lo que más le dolía era dejar al hospital sin una buenísima jefa de enfermeras, que tantas medallas y tributos ha recibido a lo largo de los años por su excelentísimo desempeño. Fácilmente Katty podía conseguir un buen trabajo en cualquier ciudad grande y mediana, pero por cosas de la vida había terminado en este sitio que a veces solía omitirse en los mapas por su insignificante densidad demográfica, y porque tampoco era un sitio de interés turístico o comercial.

Barrió, trapeó, sacudió, hizo todo lo que nunca había hecho en Sacramento. El pasillo del segundo piso tenía varias habitaciones vacías, imaginó cómo podría tener su propia biblioteca, quizá su propia sala de películas e incluso un salón de música. En el tercer piso sólo había una habitación y un balcón que la rodeaba completamente, la vista de las copas de los árboles y los tejados de otras casas le dio algo de tranquilidad, sensación que no duró mucho. De vuelta en el primer piso, cuando se andaba limpiando los sócalos de las paredes, notó que parte de la pintura era apenas una lámina. Empezó a tirar suavemente de la esquina hasta que lo que parecía ser una puerta empezó a aparecer frente a ella. Quitó por completo la lámina rectangular, había allí una puerta sin pomo, sólo una cerradura cuya llave muy seguramente no venía en el inventario que les habían dado. Tuvo la sensación de que algo estaba esperándola al otro lado, al acecho. Puede que hasta en este momento la esté mirando por la cerradura antigua, como en las películas.

Cada segundo que pasaba, la puerta parecía estar cobrando vida en su mente, si se quedaba iba a terminar perdiendo al cordura. Agarró unos guantes, su bufanda, el abrigo y las llaves, salió de la casa y se sentó en los escalones de la entrada. En Sacramento seguramente habría carros pasando, gente trotando, niños jugando, pero aquí no hay nada más que el montón de hojas marchitas que el viento arrastra y acumula en las alcantarillas. Las otras casas no mostraban señales de vida en sus ventanas, las banderas que ondeaban en los balcones llevaban allí quién sabe cuántos años, los bordes ya estaban deshilachados, habían perdido el color. Caminando en mitad de la calle empezó a sentirse como si fuese la única habitante de este lugar, como si éste fuera uno de esos pueblos soviéticos abandonados hace décadas por algún accidente nuclear. No tardó mucho en llegar hasta el final de la calle, justo cuando se cruzaba con FallsVille Road. Ni siquiera podía ir al centro del pueblo sin tener que atravesar ese bosque denso y frío, y ni hablar de los animales salvajes que podría haber por ahí. Su teléfono sonó.




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