Qué hacer en Navidad sino es lo siguiente: “Alégrese el cielo y exulte la tierra, resuene el mar y todo lo que hay en él; regocíjese el campo con todos sus frutos, griten de gozo los árboles del bosque.”
Es en lo que pensaba mientras caminaba por la calle desolada rumbo a mi casa, en donde toda mi familia estaba esperando a que llegara para compartir juntos la cena del 24 de diciembre. Iba tarde porque acababa de salir de Misa, en mi vida lo que no faltaba era la alegría de celebrar la Eucaristía, y más aún en aquella época del año.
Todos hablan de la Navidad como aquella reunión familiar, recuerdan el ambiente festivo, los escritores traen a escena las heridas que toda familia carga consigo, de los aromas que inundan el hogar, las risas, discusiones, los momentos que se quedan guardados para siempre en una pequeña caja de cristal en nuestra memoria, como si fueran fotos que se guardan en un álbum y que cuando lo abres la nostalgia sale y se queda con vos al observar que en una pequeña imagen aparece la figura de aquel ser querido que ya no está en la tierra.
El árbol que brilla e ilumina todo de colores; el asado sobre la mesa; los adornos por todas partes; la pelea por el mantecol, dulce amado por cualquier argentino; la ensalada de frutas; el brindis a medianoche; los abrazos y besos, todos juntos son creadores de recuerdos. De tesoros.
Al llegar a casa, golpeé la puerta, y me abrió mi tía Carla, nada más verme una sonrisa iluminó su rostro.
-Cariño, al fin llegas, pasa, pasa, estamos en el patio colocando la mesa.
Me adentré en mi hogar y mientras caminaba por la casa me crucé a mi hermana que se encontraba acostada en el sofá mientras escribía en el celular vaya a saber Dios qué y a quién, tan solo era una adolescente de 16 años que estaba sumergida en su propio mundo de fiestas y amigos.
Mi mamá estaba sirviendo las ensaladas en diferentes recipientes listos para llevarlos a la mesa. Sonrió al verme.
Salí afuera y la noche volvió a recibirme, el clima era cálido, más de lo que me gustaría, pero qué se podía esperar en diciembre en Argentina, y la música alegre y folclórica se escuchaba a todo volumen. Una suave brisa hizo que la falda de mi vestido danzara, la acomodé antes de continuar caminando. Al llegar a la mesa vi a mi hermana mayor, Camila, estaba colocando los platos sobre la mesa y su novio, Alejandro, a quien nos había presentado hace tan solo un par de días, se encargaba de los cubiertos y servilletas. Faltaban las copas.
-¿Hermana, podes ir por las copas? -la voz de Camila se hizo escuchar. Asentí con mi cabeza.
Di media vuelta para ir por ellas y vi a mi papá que junto a mi tío estaban terminando de asar la carne. A lo lejos ubiqué a mis primos correr por todos lados mientras el mayor trataba de detenerlos.
Así era siempre en estas fechas, la casa llena. Pero faltaba alguien, mi abuela. La encontré terminando de limpiar las copas, me acerqué y la abracé por detrás.
-Hola, abue.
-Martina, pequeña, al fin llegas, ¿me ayudas a llevar estas?
-Claro, deja que agarro algunas. -sostuve en mis manos todas las que pude y las lleve al patio y las deposité sobre la mesa, repetí la misma acción un par de veces.
Una vez que estuvieron todas sobre la mesa me dediqué a poner cada una sobre su lugar. Posteriormente hice lo suyo con las bebidas.
Nada de estas cosas son en sí lo más interesante del universo, incluso en el día a día suceden muchos acontecimientos más entretenidos, pero en la cotidianidad de una celebración familiar se pueden apreciar esos pequeños detalles que se atesoran durante años, décadas.
Como la silla que sobraba en la mesa, mi abuelo siempre se sentaba allí y a medianoche nos deleitaba con un bonito discurso sobre la importancia de la familia.
El regalo en el árbol que nadie abrió esa noche porque mi primo había partido a casa del Padre años atrás.
Los mismos chistes sin humor verdadero que mi tío contaba cada año. Las lágrimas que mi mamá trataba de controlar al recordar a su papá.
La foto que ella nos sacaba a mis hermanas y a mi junto al árbol, lo único que cambiaba en ellas eran los años que pasaban, lo demás era como si el tiempo se hubiera detenido en las decoraciones que se repetían.
Cada año se sumaba un primo nuevo, pues mis tíos no dejaban de tener hijos y de agrandar su bella familia.
Los gritos, las risas, la música, los besos y abrazos, todo conteniendo la alegría que solo la Navidad traía.
Y yo entrando a mi casa para rezar y adorar al pequeño niñito Jesús en su pesebre. Al fin y al cabo, el verdadero protagonista del día, a quien muchos habían olvidado y reemplazado.
En esas noches mi mente estaba dividida, una parte permanecía con mi familia y la otra… la otra simplemente se perdía en un mar de emociones y pensamientos sobre un amor, un amor que trasciende cualquier clase de barreras, un amor que perdurará en la eternidad, el amor de Dios por cada uno de sus hijos.
Un amor que lo llevó a querer ser hombre, vivir como hombre y sufrir como tal, tan solo para salvarnos de nuestra propia condena, de nuestro egoísmo y mal.
Un Dios que siendo grande se hace pequeño y frágil, un Dios que se humilla y muere por nosotros. Un Dios que ama con locura.
-Marti, acabo de notar que falta el helado. -La voz preocupada de mi mamá me sacó de mis pensamientos.
-¿El helado?
-Si, se supone que lo iba a comprar esta tarde, me olvidé. -se llevó una mano a la cara.
-Puedo ir a comprar, seguramente algo esté abierto.
-Si, si, tal vez la heladería de Laura está abierta todavía. Espera que busque mi cartera, anda el auto, asi es mas rapido. -fue corriendo a buscar el dinero, y una vez que estuvo en mis manos salí de casa, me subí al auto y partí rumbo a la heladería que estaba a varias cuadras.
Al llegar suspiré de alivio al ver que efectivamente estaba abierta.