Familia de Alquiler

PREFACIO

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Shaun

Apenas abrí la puerta del apartamento oí los gemidos. Sonreí. Esa era la razón por la que Craig se había retirado temprano del hospital.

En silencio me dirigí al escritorio y encendí la laptop, porque necesitaba descargar unos apuntes para profundizar un tema de Cuidados Intensivos Pediátricos. Me cambiaría de ropa más tarde, cuando ellos terminaran de hacer sus cosas.

Los gritos de ambos revelaron que estaban terminando y, de hecho, a los pocos minutos se hizo el silencio.

—Debes irte ya -escuché que decía mi amigo.

“Qué desconsiderado es con la chica que le acaba de dar placer” -pensé-. “Tendré que darle algunos consejos”.

Casi de inmediato apareció él en la sala, con el torso desnudo y la lividez pintada en su rostro nada más verme, ¡como si nunca nos hubiésemos escuchado mutuamente hacer el amor!

Miró alternativamente al cuarto y a mí, obviamente nervioso, y eso me puso alerta, aunque no esperaba, ni siquiera lo habría imaginado en el más macabro de los escenarios, que la chica que saliera de ese cuarto sería Tasha.

La miré incrédulo al tiempo que ella me miró con horror.

—Sh… Shaun… -titubeó en un susurro- esto… esto no es importante…

—Esto no es nada, amigo, se nos dio sin querer, ya sabes, la ocasión, pero te juro que es la única vez y no volverá a pasar -se explicó Craig.

Apreté la mandíbula y los miré con frialdad. No pensaba hacer un escándalo. Ninguno de los dos valía la pena. Sólo extendí el brazo sobre el escritorio y abrí la mano con la palma hacia arriba.

—Devuélveme el anillo, Tasha.

—Shaun, por favor -dijo ella comenzando a llorar.

Hice un gesto con la mano indicándole que se apresure.

Ella se quitó el anillo de compromiso y lo dejó en mi mano.

Lo guardé en mi bolsillo y volví a fijar la vista en la pantalla, aunque ni siquiera la veía. Pero ellos no debían saberlo.

En una tarde había perdido a mi mejor amigo y a mi prometida, y también había perdido la fe en el amor y en la amistad.

Juré que nunca más confiaría en nadie.

* * *

Elizabeth

Abrí la puerta y me quité los zapatos. Estaba agotada. El día había sido difícil por la gran cantidad de pacientes que habían acudido ese viernes a la clínica.

A medida que avanzaba por el pasillo hacia la cocina, oí los gemidos apagados.

Esperaba que la niñera no estuviera viendo porno con mi niño despierto.

Cuando llegué a la cocina los vi: Grace sentada en la encimera mientras mi esposo la embestía con afán.

Estaban terminando, razón por la que ninguno de los dos tenía los sentidos alerta como para escucharme llegar.

Sólo los miré. El desencanto me aplastó como un alud. ¿Cómo podía él, en la misma casa que compartía con su esposa, tener sexo con la niñera con su hijo en el otro cuarto?

Sólo había una respuesta: no tenía corazón. Tal vez nunca lo tuvo ¿Algún hombre lo tendría? En ese momento estaba segura de que no.

La primera en verme fue ella y súbitamente ahogó un grito de horror.

Él se volteó y cerrando su pantalón me miró sin decir nada.

—Antes de largarte lava con lejía la encimera -le dije a la chica con gesto asqueado-. Y tú también lárgate -agregué dirigiéndome a él, e inmediatamente fui a ver a mi hijo rogando que estuviera profundamente dormido.

Afortunadamente mi pequeño dormía plácidamente en su cuna, entonces cerré la puerta sin hacer ruido y regresé a la cocina.

—Tenemos que hablar, Elizabeth -dijo Daniel muy serio.

—Oh no, Daniel, yo no quiero hablar, quiero que te largues.

—No vamos a terminar dos años de matrimonio por esto.

—Sólo vete -le dije sonriendo con desprecio.

Pareció que a él le intimidó mi calma, por lo que tomó sus llaves y su billetera, y dijo antes de marcharse:

—Hoy dormiré en un hotel. Mañana regreso para que hablemos.

No le respondí. Podía regresar todas las veces que quisiera, pero ya nunca encontraría la puerta abierta.

En ese momento Grace terminaba de limpiar y me dijo por lo bajo, encogiéndose como una cobarde:

—Me voy.

—Pídele a él tu paga. Espero no volver a verte.

Y se marchó.

Me quedé sola en medio de la sala, mirando la casa en silencio, con una pesadumbre en el alma que no me permitía pensar en otra cosa que no fuera en los años perdidos junto a un hombre que nunca valió la pena, y en la familia rota que de ahora en más tenía para ofrecer a mi pequeño hijo.




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