El día había empezado como cualquier otro.
David salió temprano para su turno en la comisaría. Antes de irse, besó a Ayelén en la frente y se agachó para que Alisson, con su piyama de unicornios, le diera un abrazo.
Liam balbuceó algo desde la sillita, agitando los brazos para llamar la atención de su papá.
—Portate bien, campeón —dijo David, sonriendo antes de salir.
Era un día normal. Hasta que sonó su teléfono.
—¿David Rivas? —preguntó una voz apurada del otro lado.
—Sí, soy yo.
—Hablo de la Escuela Nº 317. Su esposa se desmayó en clase. La ambulancia la está llevando al Hospital Central.
Por un instante, el mundo dejó de tener sonido.
—¿Qué? —susurró David. Pero ya no había más información.
Dejó el informe que estaba redactando, tomó el casco y la moto y salió disparado, sin avisar a nadie.
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El hospital lo recibió con el frío habitual de las urgencias. El olor a desinfectante le llenó los pulmones y le revolvió el estómago.
—Busco a Ayelén Rivas —dijo al mostrador, casi sin aliento.
—Sala de emergencias, pasillo derecho —respondió la recepcionista.
Sus pasos resonaban en el piso brillante. La encontró a través de una cortina, recostada en la camilla, pálida, con una mascarilla de oxígeno.
—¡Ayelén! —avanzó, pero una enfermera lo detuvo.
—Señor, debe esperar afuera.
David se quedó parado en el pasillo, mirando cómo los médicos se movían alrededor de ella. El corazón le latía tan fuerte que sentía que le iba a estallar en el pecho.
En su mente aparecieron imágenes de Alisson en el jardín, de Liam balbuceando en la cuna.
—No, no, por favor —murmuró para sí mismo—. No me la quiten… mis hijos la necesitan.
El tiempo se volvió una tortura. Cada segundo parecía una eternidad.
Finalmente, el médico salió, con el gesto grave.
—¿Es usted el esposo?
David asintió, con la garganta seca.
—Su esposa tuvo un colapso cardíaco. Logramos estabilizarla, pero los estudios muestran una anomalía grave en su corazón.
—¿Qué significa eso? —preguntó David, aunque temía la respuesta.
—Necesita una cirugía de alta complejidad, y lo antes posible. De no hacerlo, su vida corre un riesgo serio.
David se quedó mudo.
—¿Cuánto… cuánto cuesta? —preguntó al fin, con voz quebrada.
El médico le mostró la estimación.
Era una cifra monstruosa.
Lo que David ganaba en años de servicio apenas cubriría una fracción.
Sintió que las paredes del hospital se cerraban sobre él.
—Si actuamos rápido, las probabilidades de recuperación son altas —continuó el médico—. Pero no podemos demorar demasiado.
Cuando David entró a la habitación, Ayelén estaba despierta, con el suero en el brazo.
Sonrió débilmente al verlo.
—Hola… —dijo en voz baja—. Perdón si te asusté.
David le tomó la mano, sintiendo el calor frágil de su piel.
—No me vuelvas a hacer esto —susurró, con un nudo en la garganta.
Ella lo miró, como si pudiera leer en sus ojos que algo estaba mal.
—Voy a estar bien, ¿no?
David asintió, mintiendo para no romperse frente a ella.
—Claro que sí. Te vas a poner bien.
Pero cuando salió de la habitación, se quedó quieto en el pasillo, apretando los puños.
No podía dejar que sus hijos crecieran sin su madre. No podía permitir que Ayelén muriera por culpa del dinero.
Algo dentro de él comenzó a endurecerse.
En ese instante, supo que haría lo que fuera necesario para salvarla.