David ya no era el mismo.
Las noches de insomnio en las que se sentía un criminal dieron paso a una calma fría, casi peligrosa.
El miedo ya no lo paralizaba, ahora lo mantenía alerta.
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Perfeccionando la segunda piel
Durante el día, cuando podía, pasaba por talleres mecánicos y depósitos de chatarra para conseguir piezas que reforzaran su traje.
Su máscara ahora tenía una malla metálica en la boca para distorsionar su voz.
Añadió guantes tácticos y un cinturón improvisado donde podía guardar herramientas: ganzúas, linterna pequeña, cuerda.
Se estaba convirtiendo en algo más que un policía.
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Robos más arriesgados
El segundo golpe fue más grande.
Una redada silenciosa a un bar clandestino donde los traficantes guardaban su dinero sucio en una caja fuerte vieja.
David llegó a la madrugada, cortó la electricidad, entró por el techo y salió en menos de cinco minutos.
El botín era tres veces mayor que el primero.
Guardó el dinero en un viejo arcón en el depósito, tapado por herramientas oxidadas.
Cada vez que lo veía, sentía un escalofrío.
—Falta menos —se decía a sí mismo.
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La otra cara de la moneda
Pero no todos en la ciudad estaban felices.
Los dueños del dinero empezaron a mover contactos.
Y en la comisaría, comenzaron a circular rumores.
—Es el tercer robo en dos semanas —dijo el comisario en una reunión de urgencia—. Y siempre a la misma gente. No es un delincuente cualquiera, conoce la ciudad, sabe lo que hace.
David escuchaba en silencio, con el rostro neutro.
Por dentro, el corazón le martillaba el pecho.
—Necesitamos reforzar la vigilancia. Quiero patrullas nocturnas en todos los accesos.
Eso complicaba las cosas.
A partir de esa noche, David tuvo que estudiar las rutas con el doble de cuidado.
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El apodo
Pronto, la prensa local comenzó a hablar de él.
—Otro golpe del “Fantasma de la Noche” —decía el noticiero de la tarde—. La misteriosa figura enmascarada vuelve a atacar, robando dinero de las organizaciones criminales.
David vio el reportaje en silencio.
Ayelén, que ya estaba de alta pero en reposo, frunció el ceño.
—¿Te das cuenta de que eso está pasando en nuestra ciudad? —preguntó.
David se encogió de hombros.
—Mientras no se metan con gente inocente, que se roben entre ellos.
Su esposa sonrió, sin sospechar que el hombre de la noticia estaba sentado frente a ella.
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El riesgo aumenta
Cada robo lo acercaba a la cifra necesaria.
Pero también lo hacía más visible.
Una noche, al volver de un golpe, notó algo extraño: un patrullero estacionado a media cuadra de su casa.
El sudor frío le recorrió la espalda.
Esperó en la oscuridad hasta que el móvil se fue, y recién entonces entró a escondidas.
Sabía que no podía detenerse.
Faltaba poco para reunir el dinero.
Pero cada movimiento en falso podía costarle la vida… o algo peor: que descubrieran su identidad y todo se derrumbara.
David se sentó frente al arcón y contó nuevamente el dinero.
—Uno más —dijo en voz baja, apretando los puños—. Solo un golpe más y será suficiente.
No sabía que ese “uno más” sería el más difícil de su vida.