Fantasmas

Prólogo

Pierna, palanca, salto. Pierna, palanca, salto. Y repite. Una, dos veces más, hasta dejar de aterrizar de pompas sobre el suelo. ¿Qué le pasaba? Estaba segura de que la técnica había sido dominada bastante tiempo atrás, y el salto picado era el más sencillo. Un toe loop, le decían. Si ya era una maestra en ese salto, ¿por qué no podía aterrizarlo? No quería admitirlo, pero ese día había estado muy distraída. Su mente no dejaba de maquinar, de rebotar rápidamente cual pelota de tenis en la mitad de un partido súper intenso. Yendo de un lado a otro, de la emoción a la consternación.

Después de media hora de caídas desastrosas dejó de intentarlo; salió del hielo. La entrenadora ni se inmutó; era buena, sí, y tenía talento, pero aún no debutaba, no quería competir, y no pensaba gastar más energía en tratar de animarla. Kendall era un caso perdido. Su madre lo logró de nuevo, al parecer, arrebatándole los pensamientos, el día entero. Le había soltado la noticia de su infancia. Una de ese tipo que cambian vidas. Como literalmente, porque iba a mudarse.

Iba a alejarse de todo cuanto conocía.

Pasar del hielo de Minesota al intenso sol de Misisipi; de los 10 mil lagos a un inmenso río Pearl. Por supuesto, su mamá lo pintó de las mil maravillas: una nueva vida, más pantaloncillos, amigos de bronceado perfecto, mejor solvencia económica, aún más pantaloncillos, pero Kendall era lista y supo leer entre líneas que el patinaje dejaría de ser una parte importante de su vida. Una lástima, dado que era un gran escape de la realidad caótica en la que estaba sumida. Encontrar otro pasatiempo le tomaría un tiempo; tiempo con el que no deseaba contar, tiempo que aborrecía. Sólo quería algo con qué distraerse todo el día. Desaparecer. Desaparecer el rostro de su progenitora de su mente por unos momentos, esa cara que pone cuando ve algo que no debería ser visto, esa mirada a la que Kendall estaba acostumbrada cuando iban por la calle y de repente su manos se separaban porque tenía que hablar con algún desconocido, que usualmente terminaba mirándola como si estuviese loca.

Su madre no estaba loca. Era especial, eso es todo. Era especial y a la gente no le importaba, la gente no entendía. Kendall sí. Justamente por eso necesitaba alejarse lo más posible. Era abrumador. Y ella no quería saber más del tema.

Kendall O'Mell no estaba loca, ni era especial. Era una niña cualquiera, con cualidades cualquiera y aficiones cualquiera. Eso sí, su madre se había encargado de que su vida no fuese el de una niña cualquiera, pero mientras no pensase en eso y se centrase en la poca normalidad que le quedaba, podía vivir.

La pequeña patinadora sin futuro corrió escaleras arriba y salió de la pista con los patines en la mano. Su sesión había terminado porque así lo había decidido ella misma, y fue a hacer lo que para ella era lo más importante en ese momento: avisar a su mejor amigo que estaría a miles de kilómetros de distancia en unos días.

Atravesó la puerta del cerco cubierta de nieve y se hundió en la mucha otra que se acumuló en su patio el día anterior, abriéndose paso hasta llegar al porche, donde su madre la esperaba sentada en la mecedora con un libro en sus manos. Un dato muy curioso de la madre de Kendall es que disfruta estar fuera cuando el clima es gélido y prefiere quedarse dentro cuando por fin se es soportable estar parado fuera tres segundos antes de que sus lágrimas se conviertan en hielo.

— Llegas temprano— se saludan con un abrazo corto y un beso en la mejilla de la mujer.

—Tengo que empacar.

Si bien eso era verdad, había cosas que Kendall se estaba guardando para sí misma, una de ellas era Tommy, su mejor amigo, del que nunca comentó a su madre a pesar de que la visitaba frecuentemente. Bueno, decir "visitar" es algo fuerte, ya que apenas entraba al patio trasero a hablar con Kendall y pasar el rato. Jugaban. Reían. Con él, Kendall era más normal que en cualquier otro momento. Él era su ancla, una más fuerte que el patinaje sobre hielo. A él no le importaba ocultar su inocente amistad, siempre y cuando la pequeña pecosa de ojos pardos esté bien y todo entre ellos esté en paz. O eso le dijo él a Kendall.

— Me alegra saber que cuen... —Kendall cortó a su madre con otro rápido abrazo y se adentró en su casa solo para dejar en un segundo sus patines al lado de la puerta y subir a su habitación a paso ligero.

— Tommy. Pst. Tommy —ella lo buscó con la mirada una vez llegó hasta su ventana, que casualmente coincidía con la de la casa en el árbol que su padre había construido con su madre para ella cuando era más chica. Oh, la casa del árbol, también la iba a echar de menos. ¿Cómo no hacerlo? Si allí dentro usualmente encontraba a...

—¡Ken! —el paliducho rubio le devolvió la sonrisa desde la casa del árbol, sacando su cabeza por la tan famosa ventana—. Llegas temprano.

—Seh, mi madre dijo lo mismo... Oye, hay algo de lo que debo hablar contigo.

—¿Ahora? ¿Vas a subir aquí o lo vamos a discutir en lugares diferentes? —preguntó medio en broma, medio en serio, como lo hacen los niños de 8 años.

—No puedo ir. Ella está abajo.

—Está bien. Entonces dime.

—Me voy.

¿Cabe resaltar que una de sus normales cualidades de niña era ser directa?

—¿A dónde?

—A Misisipi.

La cara del niño al escuchar "otro lado del mundo" se descompuso en una mueca de asombro.

—¿Qué...? Espera un minuto, ¿te vas a mudar?

Kendall asintió.

—Te vas... Pero, entonces ¿quién va a jugar conmigo?

—Hay muchos otros niños al rededor, Tommy. Ya es hora de que hagas alguno que no sea yo.




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