Eban aceptó mi invitación sin titubear y sin sospechar nada. Yo estaba luciendo hermosa y radiante; esperaba que él recapacitara y decidiera estar conmigo. Para mis adentros, en lo más profundo de mi ser deseaba que él quisiera volver conmigo. Una parte de mí aun así lo quería, aunque mi sombra estaba adquiriendo cada vez más poder. Caminó hacia mi casa con esa confianza despreocupada que siempre tenía, creyendo que esta noche sería una más, que se marcharía como si nada, como si yo fuera un objeto de usar y tirar. Sonrío para mis adentros: qué estúpido. Pero no sería así. Miserable, infeliz, no esta vez.
Al entrar, su mirada recorrió la sala que estaba una vez más desordenada con un gesto de incomodidad; podía notar en sus ojos que no estaba a gusto.
—¿Pasó algo? —preguntó, su voz con ese tono de falsa preocupación.
Yo solo sonreí, cerrando la puerta con cuidado.
—Nada, Eban. Todo está… perfecto.
Él asintió, aunque algo en su expresión me dijo que estaba inquieto.
Caminó hasta el sofá y se sentó. Sus dedos tamborileaban en su rodilla, su cuerpo estaba tenso.
—Mira, Ydnela… —Exhaló con pesadez, pasándose una mano por el cabello, intentando buscar cada una de sus palabras. —He estado pensando y… creo que lo mejor es que dejemos esto.
Mi mente se congeló; estaba procesando cada una de sus palabras. Mi sombra, en el espejo de la sala, sonrió y note cómo nos miraba a ambos fijamente.
—¿Lo escuchaste? —susurró con burla. —Él piensa dejarte. Cree que puede desecharte como si fueras nada, como un mueble o como una estúpida basura.
—No. —Mi voz salió entrecortada, mientras miraba mi reflejo y luego al piso, apretando mis puños con fuerza.
Eban me miró, confuso, levantando una ceja y buscando mi rostro que aún desviaba su mirada.
—No, ¿qué?
Mis labios temblaron, mi voz estaba que no quería salir de mis labios.
—No puedes hacer esto. ¡NO ME PUEDES HACER ESTO! No me puedes dejar.
—Ydnela… no es que quiera lastimarte, pero—
—¡Pero nada! Pero nada, Eban —mi voz se elevó con un temblor visceral—. ¡No después de todo! ¡Después de tantas promesas! ¡Después de tantas canciones! Después de jurar que me amabas...
Eban frunció el ceño, comenzando a ponerse de pie; se notaba bastante incómodo.
—Creo que es mejor que me vaya.
—¡Ahora, ahora, ahora! —canturreó mi sombra, riendo como un demonio en mi oído. —¡No lo dejes ir!
Mi respiración se volvió errática. Mi sangre hervía. Mi visión se nubló de rojo; no razonaba, no pensaba en alguna otra cosa, no escuchaba nada más que la voz de mi cruel sombra en mi cabeza.
No sé cómo, pero en un instante ya estaba encima de él, empujándolo con toda mi fuerza de vuelta al sofá.
Eban se quejó, sorprendido.
—¡¿Qué carajo estás haciendo?! ¡¿Acaso te has vuelto loca?!
No respondí. Solo lo miré, me limité únicamente a verlo a ese desgraciado mentiroso; ya no merecía ni mis palabras y mucho menos mis explicaciones.
Él trató de levantarse de nuevo, pero mis manos ya estaban en su cuello.
Apreté, lo apreté aún más fuerte. Fuerte fue mi agarre para que no piense en irse nunca más.
Tan fuerte como el dolor que él me hizo sentir.
Eban forcejeó, sus ojos abriéndose con pánico, sus manos arañando mis brazos.
—¡No, no, no lo mates todavía! —gritó mi sombra, carcajeándose en el espejo. —¡Hazlo sufrir! Recuerda que se lo merece.
Sí. Eso era lo correcto.
Apreté un poco más antes de soltarlo abruptamente, permitiéndole tomar aire.
Eban jadeó, tosiendo, sus ojos llenos de lágrimas por la falta de oxígeno.
—Ydnela… —Susurró; su voz era ronca y pausada. —No hagas esto…
—¿Hacer qué? —me burlé. —¿Hacer lo mismo que hiciste conmigo?
Su mirada reflejaba verdadero terror ahora.
Se retorció, tratando de liberarse, pero estaba atrapado; no sé en qué momento, pero yo lo había atado con unos pedazos de la parte de abajo de tela de cortina.
—Mátalo lento —susurró mi sombra—, haz que sufra, haz que sienta lo que tú sentiste.
Mis dedos temblaban de emoción. La adrenalina recorría todo mi cuerpo; era un placer extraño pero agradable.
No podía simplemente matarlo. No así, tan fácil. Necesitaba… algo más.
Me levanté lentamente y caminé hacia la cocina; buscaba la mejor herramienta para el mejor mentiroso.
Eban aprovechó lo largo de las cortinas para intentar gatear hacia la puerta, torpemente y sin éxito alguno; quería escapar, maldito infeliz, pero yo era más rápida.
Le di una patada en el estómago que lo hizo gritar y retorcerse del dolor.
—No tan rápido, mi amor —murmuré con dulzura falsa.
Tomé un cuchillo grande del cajón y regresé a su lado.
Eban lloraba, cosita, ternura, lágrimas falsas, tan falsas como él mismo. Oh, qué hermoso espectáculo.
—Por favor… —suplicó entre llanto. —No lo hagas…
Incliné la cabeza, fingiendo consideración.
—¿Por qué no?
—No soy… no soy una mala persona…
—¿No? Por favor... ¿No lo eres, dices? —mi sonrisa se torció. —¿Cuántas veces me mentiste? ¿Cuántas veces me engañaste?
—Fue un error…
—No. —Mi voz fue firme, inquebrantable. —Tú fuiste un error.
Mi sombra se rió, disfrutando cada segundo.
Le acerqué el cuchillo al pecho.
—¿Sabes qué es lo más prudente, Eban? —murmuré con dulzura.
Él sollozó, sin responder.
—Que me quede con tu corazón —susurré con deleite—. Después de todo, tú rompiste el mío.
—¡No, por favor!
—¿Como que no? Me parece un trato justo.
Y con un solo movimiento, hundí el cuchillo en su pecho. Su grito fue el sonido más hermoso que había escuchado jamás. La mejor música de toda la historia, la entonación más sublime.
Mi sombra aplaudió en el espejo.
Eban se retorció, su cuerpo sacudido por el dolor, su boca abierta en un jadeo desesperado.
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Editado: 22.02.2025