La noche era oscura, de aquellas que el silencio es tu único testigo, sin luna.
Fui a ese parque donde nos vimos por primera vez y enterré parte de su cuerpo; algunos órganos los procesé para que no quede rastro alguno y ni una sola evidencia. Solo el sonido de los grillos por momentos rompía el silencio abrumador que hacía. Yo ya había llegado a mi casa, pero aun no había terminado del todo. Mientras tenía conmigo una parte de Eban, la más preciada de todas, merecía algo digno, ser enterrada; el último pedazo de mi Eban que tenga santa sepultura en mi patio.
Su corazón. Ese órgano que tanto había anhelado poseer, aquello que lo quería únicamente para mí.
Ahora yacía bajo tierra, como un triste recuerdo de una historia que nunca debió ocurrir.
Me arrodillé sobre la tumba improvisada y palmeé la tierra con satisfacción.
—Me amabas, ¿eh? —susurré, esbozando una sonrisa torcida. —¡Ja! Fantoche.
Con un suspiro, me puse de pie lentamente, sacudiendo la tierra de mis manos ensangrentadas.
Era hora de seguir adelante, rehacer mi vida, mis metas y mis proyectos. De borrar todo mi pasado. De eliminar cada rastro de su miserable y mentirosa existencia.
—Maldito mentiroso, manipulador desgraciado. Te odio y te amo, cínico —dije pronunciando mis palabras con una sonrisa de satisfacción y luego cambiando a una de dolor en mi rostro.
Los restos de Eban ya no existían. Algunos esparcidos en el parque donde solíamos pasear, donde todo comenzó, merecían también terminar allí. Otros trozos grandes que no pude procesar, lanzados al río, donde se perderían para siempre, suerte encontrándolos. Reí sutilmente. Y los más importantes, aquellos que me habían pertenecido más que a nadie, descansaban en mi patio.
Cada centímetro de mi casa fue limpiado con meticulosidad.
No quedaban manchas de sangre, ni huellas, ni señales de lo que había ocurrido.
Como si Eban nunca hubiera estado aquí. Como si yo nunca lo hubiera conocido.
El teléfono con los mensajes que descubrí aquella noche fue destrozado. Las fotos, borradas. Los recuerdos, desvanecidos, todo perfectamente como debió haber sido siempre. Era libre. ¿Qué más se podía pedir?
Me senté en la sala, contemplando el lugar donde lo había asesinado, lo que había sido un escenario digno de un premio; ahora lucía como algo común y corriente, muy pulcro, demasiado resplandeciente.
El aire olía a lavanda y desinfectante. Nada indicaba el horror que se había desatado aquí.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Marcos, mi vecino, desde la puerta.
Giré la cabeza hacia él, fingiendo sorpresa, únicamente para que se reflejara en mi rostro. ¿Qué demonios?, me dije para mis adentros, para parecer creíble ante su pregunta.
—Bien —respondí con calma y una ligera sonrisa. Más ligera.
Él asintió, cruzando los brazos, mirándome fijamente.
—No parecías ligera cuando te escuché hablar sola el otro día —comentó con una leve sonrisa.
Me tensé. Demonios, rayos y centellas. Guardé la calma aunque estaba quieta en mi lugar.
—Yo no hablaba sola…
—¿No? —se inclinó, apoyándose en el marco de la puerta. —¿Entonces con quién?
Fruncí el ceño. No me agradaba a lo que estaba jugando; se estaba ganando que lo mande a visitar a nuestro Señor Jesucristo junto con Eban al más allá o al infierno, bueno, donde quiera que esté.
—Contigo. —Respondí de modo sereno.
Marcos soltó una carcajada.
—Ydnela… tú no tienes vecinos.
Mi piel se erizó.
El aire se volvió espeso, como si una presencia invisible llenara la habitación.
—Eso no es cierto…
—Mírame bien. —Su voz se tornó más grave. ¿Cuándo fue la última vez que alguien más me vio?
—Eso no significa nada —murmuré, sintiendo un nudo en la garganta.
—¿O acaso piensas que yo también te traicioné? —preguntó con burla.
No respondí. Las paredes parecieron encogerse.
Las luces parpadearon, la noche estaba pesada, todo en esta maldita casa estaba conspirando para hacerme perder los estribos, pero no cederé.
—Marcos… —Susurré. —No juegues conmigo.
—No estoy jugando. —Su rostro adoptó una expresión burlona. —Tú me creaste.
Retrocedí, mi respiración acelerándose.
—No.
—Sí. —Él avanzó un paso. —Cómo creaste a tu primer novio.
Mi cuerpo se paralizó.
—Eso no es cierto…
—¿Recuerdas cuando dijiste que él te dejó por dinero? —rió. —Nunca existió.
Mi mente se nubló. Los recuerdos comenzaron a retorcerse.
Inicie rápidamente a cuestionarme... Eban. ¿Era real?
Mis dedos temblaron; estaba muy ansiosa. Miré alrededor.
¿Realmente había o tal vez ha habido un cadáver aquí? ¿O todo había sido producto de mi mente?
Mi sombra apareció en el espejo, sonriendo con diversión.
—¿Qué ocurre, Ydnela? —preguntó con falsa dulzura. —¿No estás segura de nada ahora?
Mi estómago se revolvió. Me acerqué al espejo lentamente, mirándola desafiante. Ella era yo, no una aparte de la otra; ambas éramos una a la vez, coexistiendo simultáneamente.
—Eban existió —afirmé con voz débil, aunque algo dentro de mí comenzaba a dudar.
—¿Lo hizo? ¿Estas segura Ydnela? —susurró mi reflejo, inclinando la cabeza con burla. —¿O fue solo una excusa para desatar lo que siempre estuvo dentro de ti?
Las paredes parecieron girar; todo a mi alrededor sentía que daba vueltas. El suelo se movió bajo mis pies; era como si la tierra estuviera temblando, como si mi mundo comenzara a colapsar.
Mis manos buscaron algo a lo que aferrarse; estaba desesperada, la ansiedad se apoderaba cada vez más de mi cuerpo. Busqué con la vista algo que me sostenga, pero solo encontré un vacío, como si no existiera nada en mi sala.
Miré a Marcos; estaba buscando apoyo en su rostro, pero... Él ya no estaba allí.
Nunca estuvo, nunca llegó, nunca me habló, nunca observó nada. Sonreí lentamente, al momento que ladeaba la cabeza. La risa en el espejo se hizo más fuerte.
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Editado: 22.02.2025