Faraón: muerte y obra

II: El héroe

La luna llena se deslizaba entre los barrotes hasta abrazar el cuerpo encadenado. Su torso desnudo revelaba cada una de sus costillas. Teñido de plata, parecía un boceto de anatomía.

A lo lejos oyó un chillido. Un ratón. Queso. Pan, cerveza y un colchón mullido. La cordura se le escurría como gotas de sudor. Rió, cantó y rezó en silencio: el hambre había devorado hasta la voz de sus tripas.

Una oleada de adrenalina lo arrancó de su sopor. Metal contra metal: la cerradura. Alguien entraba. Su instinto de supervivencia tomó el control. Fingió inconsciencia. Si un guardia distraído se acercara lo suficiente, tal vez...

Pero no oyó nada más. ¿Lo había imaginado? Se arriesgó a entreabrir un párpado: los faroles dorados de una gata negra lo observaban desde la oscuridad.

—¡Arriba, héroe, que la noche es joven!

Sabía que intentar engañar al hechicero era inútil. Alzó la cabeza. El esqueleto atravesaba el umbral del calabozo empuñando un objeto envuelto en cuero y una cuchilla tan negra como una esquirla de nada.

—¿Aún sin ánimo de dialogar? ¿El cocodrilo te devoró la lengua?

Su hermano mayor le había contado aquella fábula: a los niños que mentían, un cocodrilo les comía la lengua. La historia le había ocasionado pesadillas, hasta que su hermano, entre risas, prometió protegerlo.

Pero su hermano ya no estaba, y el responsable se pavoneaba ante él. Arremetió ignorando los grilletes que laceraban sus muñecas. Las cadenas se tensaron y sus dientes se cerraron a un palmo de aquella figura detestable. Por fin lanzó un rugido impotente.

Su captor lo ignoró y depositó el objeto envuelto en cuero sobre una mesa que un momento antes no existía. Una mano esquelética removió el envoltorio. Apretó las mandíbulas anticipándose a lo inevitable.

—Comencemos de nuevo. ¿Cómo te escabulliste en mi palacio?

El esqueleto alzó aquella cuchilla indiferente a la luz.

—¿Quién te envió?

El prisionero contuvo la respiración.

—¿Qué buscabas?

Sólo hizo falta un corte: la cuchilla separaba la carne del hueso antes siquiera de tocarla.

El aroma de la carne asada inundó la celda. El esqueleto tomó un trozo del pernil y lo sostuvo ante los ojos del prisionero entre dos falanges como zarpas.

El prisionero intentó desviar la mirada, pero no pudo: el hambre lo hostigaba como una jauría de hienas. Se inclinó involuntariamente hacia delante con la boca abierta.

El esqueleto soltó el trozo como por descuido. El prisionero lo observó caer hipnotizado hasta que, con un chasquido, desapareció en la boca de la gata.

—¡Pobre héroe! Entrenaste tus músculos, pero no tus tripas.

—¡MALDITO SEAS, HECHICERO! —bramó el prisionero, forcejeando.

—¡Fascinante! Cualquiera suplicaría clemencia a estas alturas. O intentaría negociar. Dime, ¿qué conjuros preservan tu voluntad?

—«Dichoso el espíritu templado en la fe en el Señor» —recitó—.

—Desperdicias tu devoción: el único dios aquí soy yo. Tu magia blanca no te protegerá para siempre. Lo preguntaré de nuevo —continuó en un susurro amenazador—, ¿quién eres y qué buscas?

—Soy Araq y busco venganza —gruñó por fin.

—¡Típico! El día que uno de ustedes aparezca con un discurso original, volveré a morir de la sorpresa.

El esqueleto se dejó caer de espaldas y un mullido sillón se materializó oportunamente para atajarlo.

—Así que Araq, ¿eh? —continuó—. Un sureño. ¿Y qué pretendes vengar, exactamente?

—Mi hermano cayó en la guerra... En tu invasión.

—Un suicida. ¿Qué clase de insensato enfrenta a un ejército inmortal? Debieron claudicar cuando se los ordené.

El prisionero lo miró.

—Significa «rendirse» —explicó el esqueleto.

—¿Rendirnos? ¿Como puercos al matadero? ¡Tu reino es un infierno! ¡Nos estás matando de hambre!

—Porque tu rey ordenó quemar las siembras, creyendo que eso me detendría. Pero te equivocas, héroe, mi reino es más bien un paraíso: no hay enfermedades; todos tienen techo y abrigo; saben contar, leer y escribir...

—Sólo escriben de horror y sufrimiento.

—¿De veras? ¿Y de qué escriben en tu tierra?

El prisionero no respondió.

—Serás ejecutado y enlistado en mi ejército —sentenció, poniéndose de pie—. ¿Y quién sabe? Tal vez te encuentres con tu hermano.

—Tal vez tú te encuentres con tu madre.

—Ominoso. Adiós, héroe.

El prisionero quedó a solas, y en la oscuridad del calabozo, sonrió.



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En el texto hay: accion, aventura, fantasy

Editado: 18.10.2025

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