Faraón: muerte y obra

III: El plan

Neith trepaba los peldaños con agilidad. El Faraón ascendía con parsimonia perdido en el laberinto de sus propios pensamientos. ¿Por qué el prisionero había mencionado a su madre? ¿Un simple insulto, una bravuconada de un hombre envalentonado por la certeza de su propia muerte? O acaso...

La escalera los condujo a una amplia terraza que supervisaba la ciudad como un buitre a un moribundo. Neith saltó a la balaustrada de granito y se echó con sus patas dobladas hacia dentro. Con un crujido de huesos, el Faraón se apoyó junto a ella y admiró su dominio.

Los edificios se amontonaban como fieles en un templo: almacenes, talleres y viviendas de piedra caliza, que a la luz de la luna resplandecía como mármol. Ocho avenidas como rayos comunicaban el palacio con la distante muralla abaluartada: un octógono impenetrable que protegía la ciudad del desierto, y viceversa. Las calles, iluminadas por faroles perpetuos que supuraban un resplandor verde violáceo, parecían la tela de una araña obsesionada con la geometría.

Allí abajo, sus súbditos cumplían sus quehaceres con la diligencia de quien se sabe observado, la palidez de sus rostros nerviosos acentuada por la luz de la luna. En una epifanía de productividad, el Faraón había decretado que la vida del reino transcurriría de noche, evitando así el sopor del calor diurno. Escuelas y talleres abrían sus puertas con el atardecer y no descansaban hasta el alba. La ciudad entera era un monumento a la eficiencia: cada engranaje humano giraba en su lugar asignado.

Semejante obra habría sido imposible sin los servidores reanimados. Leales, incansables y no agremiados, la prosperidad del reino descansaba sobre sus huesudas espaldas. El Faraón no sólo había conquistado a la muerte: la había puesto a trabajar.

Posó su atención en un guardia esquelético que marchaba pesadamente por una avenida atestada. Los transeúntes evitaban su mirada hueca y apuraban el paso. No lejos de allí, un barrendero reanimado aseaba meticulosamente el patio de una escuela. Una pelota rodó a sus pies: la depositó en su saco de deshechos. Los niños se desafiaban unos a otros a recuperarla, pero después de un rato se dieron por vencidos y marcharon cabizbajos.

Otros hechiceros habían experimentado con la reanimación de cadáveres, por supuesto, y fueron perseguidos por ello. Por causas que jamás había comprendido, la gente se escandalizaba al hallar a sus muertos al servicio de algún hechicero industrioso. Pero aquel arte nunca había sido practicado a semejante escala ni grado de perfección, sólo posible gracias a su obra maestra.

Alzó la mirada por encima de sus súbditos y más allá de la muralla: once obeliscos colosales hendían el horizonte en torno a la ciudad. Arcos de luz azulada serpenteaban perezosamente desde las puntas de oro macizo hasta las bases sumergidas en la arena. Bebían magia de la atmósfera y la capturaban en enormes baterías subterráneas que alimentaban talleres, ingenios y factorías de reanimación por toda la ciudad. «Concentradores de éter», los llamaban algunos. «Ordeñadores de nubes», decían otros, pero no donde pudiera oírlos.

La construcción del duodécimo y último obelisco avanzaba al abrigo de la noche: a la distancia podía adivinar a los servidores como escarabajos peloteros empujando bloques de granito por rampas zigzagueantes. Pronto el proyecto estaría completo y la ciudad sería absuelta de la ley de la gravedad.

Imaginó a multitudes anónimas señalando al horizonte y encogiéndose de horror a medida que su ciudad-fortaleza descendía partiendo las nubes, hermosa como la muerte, inexorable como los impuestos. Las espadas quedarían obsoletas, y todas las rodillas del mundo se doblarían ante la luz de su intelecto y de treinta y seis baterías de cañones flamígeros.

De tener corazón, habría revoloteado entre sus costillas. Aquel era su obsequio para las razas mortales: orden absoluto y eterno. ¡Cuánto había logrado en tan pocas décadas! Se estremeció al calcular lo que alcanzaría en los milenios siguientes: otros mundos, otros universos. La realidad misma clamaría su nombre.

Habría festejos, desde luego, y beberían en su honor. Pero no demasiado.

Casi podía verlo: la explanada, atestada de súbditos impacientes. Las trompetas entonaban una grandiosa fanfarria y todas las miradas giraban como una sola. Entonces emergía a su balcón, todo poder, todo elegancia, e incluso las estrellas se ocultaban en señal de respeto. Una joven gritaba: «¡mamá, es el Faraón, mira qué apuesto!» y alguien la chistaba...

Mientras saludaba magnánimo a multitudes imaginarias, una explosión lo arrojó al suelo, devolviéndolo de bruces a la realidad.

El palacio estaba en llamas.



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En el texto hay: accion, aventura, fantasy

Editado: 18.10.2025

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