El Faraón volaba escalera abajo como una avalancha de huesos. A su alrededor, muros y techos cedían a las explosiones. Enormes bloques de granito se despeñaban a su paso, pero él los pulverizaba con un ademán. Neith lo seguía saltando los peldaños de dos en dos y agitando alegremente la cola: parecía disfrutar del caos.
El chisporroteo que acompañaba cada estallido delataba su causa: las llamas lamían los faroles perpetuos que alumbraban el palacio y animaban su combustible mágico que, desbordado de júbilo, liberaba siglos de luz en un solo instante, provocando alegres explosiones que derrumbaban secciones enteras del edificio, y divertidas lluvias de chispas al blanco vivo que agravaban el incendio.
Llegó al final de la escalera y continuó por una inmensa galería, sobrevolando estatuas colosales de él mismo que yacían como héroes caídos en una batalla contra el buen gusto.
Desde el aire podía ver a sus funcionarios correr en todas direcciones, profiriendo gritos, buscando refugio... Llevándose todo lo que no estuviera amurado.
Dos escribas sudorosos cargaban un escritorio de ébano tan ancho que no cabía por el umbral. Uno intentaba voltearlo en un sentido y el otro en el opuesto. Cuando advirtieron la presencia de su monarca, sus frentes rozaron el suelo antes de que el mueble llegara a caer.
Niños ingratos.
Dejó atrás la galería, dobló una esquina y frenó tan abruptamente que la corona se resbaló sobre sus cuencas.
Tres figuras le cortaban el paso.
Dos eran apenas adolescentes. Ella era un poco más alta que él. Vestían túnicas cortas y corazas de cobre demasiado grandes para sus cuerpos. De sus cintos colgaban espadas sin estrenar. Al percibir su mirada vacía, sus rodillas temblaron. Se preguntó si verse como un alfeñique indefenso era alguna nueva moda urbana.
El tercero era Araq, el prisionero. Su vestimenta, idéntica ahora a las de sus acompañantes, disimulaba bastante bien las marcas de su encierro. Blandía un martillo, y en la otra mano, el pernil olvidado, al que le dio una mordida en actitud desafiante.
—¡Falso rey! —rugió con la boca llena—. ¡Te reto a un duelo de magia!
El Faraón aterrizó debatiéndose entre los impulsos de desintegrarlo y de arrancarle información. Nadie podía ser tan estúpido: tenía que ser un truco. Estudió la escena. ¿Una emboscada? Sólo aumentaría el número de víctimas.
Entonces lo vio: en el rincón, un glifo toscamente grabado en la piedra. Los trazos le resultaban desconocidos, pero cualquier hechicero con dos falanges de frente habría deducido su función: una trampa mágica. El prisionero estaba provocándolo para que lanzara un conjuro y devolvérselo, sin duda potenciado. La artimaña le resultaba tan burda que el insulto a su inteligencia era casi peor que el atentado contra su persona. Decidió darle una lección sobre usar las habilidades de los oponentes en su contra.
—Tendrás tu duelo, héroe, pero no con magia.
Los intrusos intercambiaron miradas: su plan había fracasado.
—¿O acaso esas armas son de utilería? —agregó.
Con un crujido seco, el Faraón se arrancó el brazo derecho y lo empuñó como una porra. Su técnica era algo torpe, como la de un conscripto en su primer y último día de entrenamiento.
Araq dio un paso dubitativo adelante. El martillo parecía haber ganado peso en solidaridad con su dueño.
Ambos permanecieron inmóviles hasta que una explosión distante sacudió el edificio.
Araq arremetió contra el cráneo del Faraón, pero este interpuso su brazo-porra y desvió el martillo, haciéndole perder el equilibrio. La postura del esqueleto se volvió súbitamente impecable: con un experto giro de muñeca eludió la guardia de su oponente y lo golpeó en el pecho. El impacto retumbó como el tañir de una campana rota: Araq salió despedido y rodó hasta chocar contra un muro. Intentó ponerse de pie, pero trastabilló y volvió a caer. Su coraza se había abollado y comprimía sus pulmones.
—¡Papá! —exclamaron sus acompañantes al unísono.
—Quítenle esa ridícula lata antes de que se asfixie —ordenó el Faraón—. Su muerte me pertenece.
Los jóvenes corrieron junto a su padre, cortaron las cintas de la coraza y lo ayudaron a ponerse de pie. Su demacrado cuerpo estaba cubierto de magulladuras y raspones.
—Dos izquierdas, tres derechas —diagnosticó el Faraón—. Cinco costillas rotas. Y si esto fuera un arma de verdad, ya estarías narrándole tu brevísima epopeya a tu hermano. A propósito, ¿cómo se llamaba?
—¿De veras crees... que te diría... su nombre? —jadeó Araq.
—¿Por qué no? ¿Temes que le lance un embrujo? —se burló.
—Los nombres verdaderos encierran... un enorme poder.
—¿Así es como planeas ganar tiempo, héroe? ¿Explicando de magia a un mago?
—Explicando de magia... a un pobre huérfano.
Neith dejó de lamerse y agitó las orejas.
Araq retomó la ofensiva, pero herido y sin armadura, debía mantener la distancia. El Faraón no se molestó en levantar su porra: serpenteaba entre los mazazos con facilidad.
—Lo sé todo —dijo Araq—: el abandono de tu madre, el orfanato, el coro del palacio... ¿Falsetto, no? Cuánta tragedia.
—¿Cómo? —protestó el Faraón.
—«La realidad es un libro abierto para el hombre de fe» —recitó—.
—Me pregunto si esa fe sobrevivirá tu muerte: un servidor que domine la magia blanca sería sumamente útil. Te llamaré «Espécimen C», por «charlatán».
—Lo siento, pero no es así como acaba este duelo: lo he visto.
—¡Mientes! ¡Esa clase de magia no existe!
—¿Por qué no bajamos las armas y volvemos al plan original? Te enseñaré el verdadero poder de la magia.
La primera sílaba de un conjuro de desintegración asomó una letra entre los dientes del Faraón, como para averiguar si llovía, pero la sofocó. No iba a caer en la trampa. Era rey y dios. La muerte le llevaba las pantuflas. Y si aquel insecto decía la verdad... Si había desenterrado su pasado...