Faraón: muerte y obra

VII: El renacer

—Por supuesto que sabes hacer magia, lo he visto —protestó el cráneo.

—No, hechicero —dijo Araq—, tú viste lo que quisiste ver. Decidiste que mi determinación era magia, y yo te seguí el juego.

—Pero el glifo...

—Fue idea mía —se jactó Zaku—. Pensé que, si creías que había una trampa mágica, no nos harías explotar.

—¡Y Nanaya averiguó mi pasado cotorreando en la peluquería! —respondió el cráneo con sarcasmo.

—Hallamos cierta correspondencia en el orfanato —dijo Araq—, el único edificio que tus monstruos dejaron intacto. Tú eras el niño de voz de oro obsesionado con tomos prohibidos, ¿o me equivoco?

—¡Claro que es él! Cuando lo nombraste quedó como abobado: ni siquiera pudo defenderse —se burló Zaku.

Filamentos rojizos crepitaban entre los escombros como diminutas serpientes de luz. El aire se aquietó y oprimió sus pechos. Sus vellos se erizaron.

—Papá, hay que irnos —mumuró Nanaya alarmada.

—Araq... —dijo el cráneo.

—No.

—Aún puedo salvarlos.

—He dicho que no.

Un relámpago carmesí partió el aire, atravesó un segmento de muro y lo hizo estallar en una lluvia de esquirlas al rojo vivo.

—¡Necio! ¡Miles morirán por tu causa! ¿Es eso lo que tu hermano hubiera deseado?

—Nunca lo sabremos.

—¡Zaku, Nanaya, deben hacer que entre en razón!

—Púdrete —repuso ella.

Araq y Nanaya ya buscaban puntos de apoyo entre los escombros para marcharse.

—Papá... —susurró Zaku.

—No temas, hijo, ten fe.

—No, papá... La ciudad... La gente...

—No podemos hacer nada por ellos.

—Pero el Faraón...

—¡¿Se te cocieron los sesos?! —estalló Nanaya—.

—¡Zaku! —exclamó Araq—. ¡El hechicero no debe recuperar su poder! ¡Piensa! ¿O ya has olvidado a los que mueren de hambre por su culpa?

—¡Puedo salvarlos! —intervino el cráneo.

—¡Ja! —se mofó Nanaya.

—¡Enviaré alimento de inmediato! ¡Está allí abajo, en los almacenes, listo para partir!

—Mientes —gruñó Araq.

—¡¿Acaso crees que desoiría las súplicas de mi propio pueblo?! ¡YO SOY SU DIOS!

Flotaron en silencio un instante.

—Escúchame bien, Ket: si me estás engañando...

—¡Ahórrate las amenazas, babuino blasfemo! ¡Debes actuar ya!

Araq lanzó un largo y trémulo suspiro. Sus hijos observaban inmóviles. Por fin apretó los dientes, se impulsó contra un bloque de granito y aferró a Ket.

—¡Tu cuerpo! —exclamó—. ¡¿Dónde está?!

—Eh...

—¡¿No lo sabes?!

Algo peludo rozó su hombro. Se volteó y vio una sombra que se alejaba rebotando de un escombro a otro.

—¡Síguela! —ordenó Ket.

Araq la imitó y saltó entre las rocas: la gata le estaba indicando una ruta. Rezando en silencio avanzó entre muros y escombros, se impulsó hacia una balaustrada de granito y la recorrió como una escalera. Los rayos hacían estallar secciones enteras del palacio en ruinas y lo obligaban a cubrirse el rostro. Cada giro y movimiento sacudía sus costillas rotas e irradiaba oleadas de agonía.

—¡Cuidado! —exclamó Ket.

Araq volteó y vio un portón girando rápidamente en su dirección. Se agachó con dolor y sintió el roce de la madera contra su cabello. Buscó a la gata: esta lo observaba desde un segmento de corredor que flotaba sobre él.

Divisó una colosal estatua del Faraón, tomó impulso y saltó. El impacto contra el mármol le quitó el aire. Permaneció aferrado a las esqueléticas piernas jadeando con dificultad.

—¡Apresúrate! —ordenó Ket.

—Cierra el pico.

Apretó los dientes, escaló las enormes costillas y logró aferrarse a la corona. La gata lo seguía con la mirada. A su derecha, en el otro extremo de aquel corredor en ruinas, el esqueleto decapitado de Ket permanecía erguido en el mismo sitio donde se había reformado.

—¡¿Pero qué esperas, asno acéfalo?! ¡MUÉVETE!

Pero Araq no respondió. Sus miembros temblaban con violencia. Sus respiros cortos y vacilantes se entremezclaban con sollozos y rezos desesperados.

Era lastimoso, patético. A Ket le repugnaba la idea depender de aquella criatura endeble; aquel insignificante mortal que había desafiado su intelecto... Aquel inepto que lo había humillado...

—Araq... ¡Araq! —exclamó Ket.

No hubo respuesta.

—¡Arriba, héroe, cumple con tu deber!

—Ya...

—¡Reclama tu victoria, tu apoteosis!

—No puedo...

—¡Por supuesto que puedes! ¡Debes tener fe!

Araq se desasió de la estatua y levitó suavemente entre relámpagos carmesí. El corredor se alejaba; Neith ya era apenas un punto negro.

Su agarre se debilitó, y Ket flotó libre también, maldiciendo su suerte en idiomas olvidados.

Fracaso: el peso de la palabra lo aplastó como a un mosquito. Era inmortal, pero ¿no era aquello peor que la muerte?

«¡Toc!» El martillazo lo catapultó hacia el corredor. Zumbaba a toda velocidad: el mundo giraba salpicado de fulgores rojos, escombros estallaban en lluvias de chispas, ya se aproximaba a su cuerpo inmóvil, y...

Falló. Rebotó entre bloques de granito hasta perder velocidad y quedó flotando a un trecho desesperadamente corto de su meta.

¡Mortal incompetente, había echado todo perder! Anhelaba más que nunca tener dedos; específicamente, rodeando aquel cogote insolente.

Neith dio un salto, aferró a Ket con los dientes y lo arrastró hasta los pies de su esqueleto. Este se sacudió como una marioneta, tanteó a ciegas, tomó su cráneo y lo enroscó en su sitio.

—Gracias, tesoro —dijo el Faraón, crujiendo las cervicales—. Ahora, a trabajar.



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En el texto hay: accion, aventura, fantasy

Editado: 18.10.2025

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