Faraón: muerte y obra

VIII: El final

El Faraón levitaba entre las ruinas de su palacio examinando una bola de cristal. En el interior de la esfera se arremolinaban visiones de túneles y relámpagos: las baterías subterráneas. Revolvía su mano libre como un arpista y cada falange despedía una lluvia de chispas, pero tan pronto un conjuro reparaba un contenedor, este volvía a resquebrajarse. «Es inútil... Demasiado tarde...», murmuraba amargamente. Sus reservas de magia se agotaban rápidamente, sus conjuros se debilitaban... Por fin arrojó a un lado la bola, que se estrelló contra un bloque de granito y se desvaneció.

Con un ademán circular se envolvió en un resplandor dorado y salió disparado. Muros y escombros estallaban a su paso. Interceptó a Araq, que flotaba entre las rocas, y lo sujetó por el cuello.

—Estupendo trabajo, héroe; he aquí tu recompensa —y apretó.

—¡Maldito farsante! —jadeó Araq.

—Has condenado a mi ciudad, ya no hay conjuro que pueda salvarla. Fuiste demasiado lento, demasiado débil. Tú y tus vástagos cargarán con esas muertes hasta las costas del inframundo. ¡Pero no temas! Pronto edificaré otra aún más grandiosa.

El rostro de Araq se tornaba púrpura. Levantó su martillo y atacó una y otra vez con desesperación.

¡Cómo se aferraba a la vida! El Faraón estaba abrumado por la repugnancia: hacia Araq y sus patéticos forcejeos, hacia la imperdonable humillación que había sufrido...

Hacia sí mismo.

Observó el arma que golpeaba su rostro en vano y descubrió que no era un martillo de guerra, sino de herrería. ¿Acaso este obstinado mortal que lo desafiaba no era un guerrero, un héroe, sino un mero artesano?

Un cascote estalló contra su omóplato: Zaku le arrojaba escombros y profería toda clase de insultos. Intentaba desviar su atención y salvar la vida de su progenitor, aún a costa de la suya propia.

Con un bramido salvaje, Nanaya emergió de las sombras espada en alto y lo impactó en el brazo extendido. La hoja se partió.

—¿Osas enfrentar a un dios? —comentó por hábito.

—¡No eres más que un simple esqueleto! —exclamó ella, dando puñetazos.

—En el fondo, tú tampoco —y la apartó con un puntapié.

Se sentía turbado: aquellos mortales ponían su existencia en juego, en tanto él se disponía a huir de la destrucción. Aunque la padecían en abundancia, no estaban motivados por la estupidez, sino por algo más.

En ese instante no se sentía un rey, mucho menos un dios. ¿Qué era esa inmunda emoción que anegaba su pecho hueco? ¿Bochorno? ¿Vergüenza? Los dioses no tenían vergüenza. Se imaginó impregnado de aquel hedor para toda la eternidad. Inadmisible, absolutamente inadmisible.

Aflojó su garra: quizá las súplicas moribundas de Araq mejorarían su ánimo.

—¡Niños! ¡Huyan! —jadeó este, y hundió el mango del martillo en su cuenca vacía.

Desafiante, incluso ante las puertas de la muerte. Era odioso, estúpido... Admirable.

Su mente borboteaba como un atanor alquímico. La vergüenza dio paso a la humillación, y esta a la indignación: no podía permitirse menos que esa manada de simios. Debía preservar lo que era suyo por derecho divino: su ciudad, sus fieles más o menos devotos, su legado...

Serían protegidos. A cualquier costo.

—¡CONTEMPLEN, MORTALES, Y DEN TESTIMONIO AL MUNDO DE MI OMNIPOTENCIA!

Desechó a Araq y voló como un rayo dorado hacia las baterías subterráneas. El daño era irreparable: el éter se liberaría de un momento a otro, y la ciudad, su ciudad, dejaría de existir.

Titubeó un instante. ¿Miedo? ¿A la muerte? Absurdo.

Extendió sus manos y atrajo el éter hacia sí. Las baterías estallaban liberando columnas de luz sólida que rugían como cataratas. Los bloques de granito se derretían en charcos de lava. El desierto temblaba.

Por primera vez en muchas décadas sintió algo que podía describir como dolor: la fuerza del éter concentrado se extendía más allá del plano material y disolvía su sustancia mágica. Era imposible, se dijo; nadie podría soportarlo.

Nadie, excepto él.

Elevó las palmas y encauzó el torrente de éter hacia los cielos, lejos de la ciudad. A medida que la magia recorría sus huesos, estos pasaban del rojo al blanco y finalmente se desintegraban. Su cuerpo era ahora un punto brillante en medio de una columna de luz que ardía como el sol, la agonía desgarraba su mente, su existencia se consumía...

La cama estaba fría. La instructora lo arropó. «Buen niño». Hora de dormir.

Un alarido se fundió con el rugido del éter y retumbó en la bóveda celeste. Por todo el hemisferio las personas señalaban el cielo nocturno y se encogían de terror a medida que un haz de luz grababa un jeroglífico al rojo vivo en la superficie de la luna llena.

«Faraón».



#1238 en Fantasía
#201 en Magia
#1785 en Otros
#574 en Humor

En el texto hay: accion, aventura, fantasy

Editado: 18.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.