El palacio real era ahora un cráter inerte. A su alrededor, los restos del edificio yacían semihundidos en los jardines chamuscados como residuos de una fiesta de gigantes.
Con la desaparición del Faraón, los servidores reanimados se desplomaron, y la paz con el Sur se estrechó de inmediato. Cien carros colmados de alimento habían partido de inmediato como muestra de buena voluntad: se decía que los sureños podían ser muy vengativos.
Los ex funcionarios se ocupaban de reorganizar el gobierno. Tres ambiciosos líderes ya habían sido sucesivamente víctimas de trágicos accidentes. La política sanaba.
La gente retomaba lentamente la vida diurna: los ancianos se reconciliaban con el astro rey como con un viejo amigo al que debían dinero; los jóvenes se asoleaban tumbados sobre los bloques derruidos del palacio en una muestra de rebeldía cívica; el ungüento para las quemaduras era una industria en auge.
Araq y sus hijos llevaban días revolviendo entre las ruinas. Ellos, y media ciudad: los terrenos reales se habían convertido en un inmenso juego de búsqueda de tesoros que ya atraía visitantes de pueblos vecinos. Incluso se vendían recuerdos.
—¡Aquí, miren! —exclamó Nanaya en cuclillas.
Zaku corrió junto a ella y Araq lo siguió como una momia, su torso envuelto en gruesos vendajes.
Nanaya removió el polvo y reveló el objeto curvo: un fragmento de hueso parietal. Zaku le dio un golpe seco con un bloque de granito. La roca se hizo trizas.
—Es él, sin duda —dijo Araq.
—¡Está muerto! ¡Más que muerto! ¡Muertísimo! —celebró Nanaya dando brincos.
Dos buscadores de tesoros voltearon curiosos. Nanaya recobró la compostura.
—¿Por qué creen que cambió de parecer? —preguntó Zaku.
—¡Huevos! ¡Huevos enormes! ¡Huevos gigantes, como de avestruz! —voceaba una vendedora de comidas ambulante.
—No lo sé, hijo. Supongo que fue un milagro.
No muy lejos de allí, una sombra zigzagueaba entre los escombros. De sus fauces pendía el esqueleto de un ratón pigmeo. Los chillidos del roedor sonaban como guadañas rozadas por el viento.