Farmachip

Capítulo IX - Los conejillos de indias

El miércoles por la noche, dos médicos, tres enfermeras y tres agentes de seguridad abandonaron en uno de los tres batiscafos, el laboratorio central. Aprovechando el viaje a la superficie, Cindy le suplicó a Emilio que la dejase ir con ellos. Imploraba que necesitaba respirar aire fresco y ver la luz del sol, pero Emilio no la podía complacer puesto que no estaba autorizada ninguna salida de los científicos al exterior. Cindy lloraba con desesperación. Aunque los médicos le habían subido la dosis de ansiolíticos y de antidepresivos nada parecía hacerle suficiente efecto. Ernest le comentó por lo bajo a Emilio que estaba muy preocupado por el estado emocional de Cindy. Incluso le advirtió de un posible riesgo de suicidio, pero Emilio le repitió que se limitaba a obedecer las órdenes de su superior y que delegaba la responsabilidad del estado emocional de la farmacéutica en el equipo médico del laboratorio.

 

Jueves, 7 de julio de 2022

Esa tarde, después de salir del laboratorio, Margarita, Ernest, Ellen, y Rudolf se reunieron, como hacían cada tarde, en la sala de estar. Los pacientes estaban a punto de llegar y los cuatro se encontraban inquietos por tener que probar tan pronto los infofármacos en humanos, y también por el retraso que esto les iba a suponer para su regreso a casa.

Rudolf dejó con disimulo su PDA encima de la mesa y sonriente les preguntó a los otros tres:

—¿Os acordáis de lo que os comenté el otro día sobre aquel trabalenguas que no conseguía recordar? Pues esta noche, mientras dormía, lo he conseguido repetir enterito.

En la pantalla del PDA apareció una pequeña explicación de cómo funcionaba el nuevo sistema que había ideado para comunicarse entre ellos en clave. Margarita, Ernest y Ellen lo miraron con disimulo, mientras Rudolf recitaba con un tono melodioso, el trabalenguas. Cada vez que quería remarcar una palabra, realizaba una ligera mueca con la boca. Cuando finalizó el trabalenguas, las palabras marcadas formaron un mensaje.

Margarita se rio sonrojada por el piropo camuflado que le acababa de enviar Rudolf. Ernest los miró y se empezó a atusar compulsivamente el bigote. Ellen observó al médico y le dijo a Margarita, entre susurros, que creía que Ernest estaba celoso.

Rudolf levantó la jarra de cerveza y les propuso un brindis. Se mostraba entusiasmado al comprobar que su sistema funcionaba perfectamente, y que sus compañeros lo habían entendido. Después, le pidió a Ellen que repartiese las cartas. Desde hacía unos días jugaban al bridge. Habían llegado a la conclusión de que disfrazados con el juego, los mensajes que se fuesen a intercambiar tendrían más posibilidades de pasar desapercibidos.

Estaban subastando una baza de corazones cuando oyeron voces en el pasillo. Ellen se levantó sobresaltada y se asomó a la puerta.

—¡Han llegado! —exclamó en voz baja, sentándose de nuevo—. Acabo de ver a Sasha corriendo por el vestíbulo central.

La noticia alteró a los cuatro. Margarita estaba tan angustiada que empezó a tiritar. Ernest se acercó a ella y le frotó con suavidad los brazos para ayudarle a entrar en calor. Era la primera vez que la tocaba. Margarita le sonrió agradecida, y se apartó. Durante los meses que llevaban viviendo en el laboratorio central, las dos parejas se respondían con reciprocidad a las miradas y a las bromas, pero ninguno de los cuatro había dado ningún paso real para iniciar una relación sentimental. Margarita era plenamente consciente del interés que provocaba en Ernest y también sabía que a ella le sucedía algo parecido, aunque su mente se negara a aceptarlo. De hecho, cuando meses atrás se conocieron en el Hotel Metropol, Margarita simplemente se fijó en su aspecto físico. Ernest le pareció imponente; muy guapo y elegante. Pero a medida que se habían ido conociendo más, le había conquistado por su forma de hablar, de pensar, de reír y, sobre todo, por el espacio que le dejaba para ella. Justo lo contrario de lo que tenía con Mario, que la asfixiaba con sus celos y su excesivo control. Margarita llevaba meses luchando para que esa emoción no le afectase, porque tenía claro que no podía ser. Quizá en otro lugar o en otro tiempo hubiese sido posible, pero no en ese momento ni tampoco en el laboratorio central.

Continuaron con la partida. Ninguno quería manifestarse ante las cámaras de vigilancia.

—Imagino que Emilio nos informará durante la cena.

¡Venga, espabilad! —gritó Ernest muy animado—. Creo que los tres estáis muy despistados y que os voy a ganar esta partida.

¡Margarita, atenta! Yo digo: cuatro corazones.

Rudolf estudió su mano y puso los ojos en blanco. Ernest era un observador impresionante y, por lo tanto, muy difícil de ganar. La partida se puso tan interesante que la acabaron con el tiempo justo para llegar al comedor a cenar.

—Siento mucho el retraso —se disculpó Emilio que llegó al comedor en el momento en el que Pedro, el camarero, terminaba de servir el primer plato—. Me ha resultado imposible llegar antes. La razón, como os podéis imaginar, ha sido la recepción de los pacientes. Todos han realizado el viaje sin incidentes y acaban de ser debidamente acomodados en sus respectivas habitaciones.

—¡Qué valientes! —sentenció con gran desgana Paul, que comía prácticamente echado encima del plato— Aunque parece de locos. Unos intentando abandonar como sea este lugar y otros, sin embargo, deseando llegar.

—Bueno, Paul, acuérdate de lo que os dije en nuestra primera entrevista. Hay ocasiones en la vida en las que se debe admitir la premisa de que "el fin justifica los medios". Para estas personas desahuciadas, nosotros somos su única oportunidad, más aún, somos un privilegio para todos ellos —insistió Emilio.

 

—¿Y cuándo comenzaremos las pruebas? —preguntó Ernest inquieto.

—El sábado por la mañana empezaremos a realizar las biopsias. El equipo médico ha decidido dejar a los pacientes un par de días en reposo para que se aclimaten y se repongan del estrés del viaje.




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