Farmachip

Capítulo XX - El Exterior

Llegaron a las afueras de una ciudad. Desde lejos les pareció que se trataba de una población pequeña con casas de poca altura. Antes de continuar caminando, buscaron un lugar donde detenerse a hablar. Ernest señaló una franja del campo, que le pareció más recogida, y todos se dirigieron hacia allí. Se sentaron bajo unos árboles frutales, al borde de la playa, y durante unos minutos permanecieron ensimismados mirando el mar, tan azul y transparente y la arena, tan fina y blanca. La playa les seducía para que entrasen, pero todos sabían que no se podían exponer.

—Mientras descansamos un rato —dijo Ernest secándose con un pañuelo el sudor de la cara—, tenemos que decidir si vamos a ir todos juntos al centro de la ciudad o si elegimos a unos cuantos para que se presenten en la policía.

La mayoría bajó dubitativamente la cabeza. Nadie quería separarse del grupo. Se sentían indefensos. El hecho de estar juntos, era lo único que les proporcionaba una enorme sensación de seguridad.

—Pienso que a la ciudad no deberían ir más de tres o cuatro personas —continuó diciendo Ernest al ver que el resto permanecía en silencio—. Todos llamaríamos mucho la atención. Además, no tenemos dinero ni documentación y, aunque yo estoy acostumbrado a veros, y vosotros a mí, pienso que debemos tener un aspecto lamentable.

Todos se miraron y asintieron cabizbajos. Sabían que Ernest tenía razón y que todo el grupo iba a generar mucho revuelo en la ciudad, pero se sentían tan vulnerables que les daba pánico tomar la decisión de separarse.

Pasaron unos minutos en silencio hasta que Rudolf tomó la iniciativa y comenzó a hablar:

—Entiendo por vuestro silencio que aceptáis que vayamos unos cuantos en representación de todos nosotros. Si estáis de acuerdo, podríamos ir: Sophy y Peter, que son norteamericanos y si nos encontramos en Guam o en alguna de las otras islas Marianas este hecho puede ser importante; Emilio, en calidad de director del proyecto y yo, porque no soy capaz de quedarme aquí esperando... ¿Qué opináis?

—A mí me parece bien —contestó Ernest, que miró a Emilio, Peter y Sophy y les preguntó—. ¿Estáis de acuerdo con Rudolf?

Los tres asintieron. Ernest sabía que no estaba en condiciones de ir. Todavía se encontraba un poco mareado. Al resto del grupo, excepto a Ellen que no quería separarse de Rudolf, les pareció buena idea. El hecho de que Ernest se quedase con ellos les daba mucha tranquilidad y Rudolf lo sabía. Esta había sido una de las principales razones por las que se había ofrecido a ir voluntario. Ellen le miró angustiada. No quería que se fuera.

—Pase lo que pase, os esperamos aquí —dijo Ernest antes de que los cuatro iniciasen la marcha—. Lástima que no tengamos ninguna forma de comunicarnos con vosotros.

—Pero sí que la tenemos —saltó Manuel, sacando algo del bolsillo del pantalón—. Emilio, ¿qué alcance tienen los walki— talkies?

—No tengo ni idea —contestó dubitativo—. David me comentó que cubrían todo el edificio, pero no sé más.

—No pasa nada —intervino Sophy, impaciente por marcharse—. Si os parece bien, comenzamos a caminar con los walkies encendidos y en el momento en que empecemos a perder la comunicación, os avisamos y, si es necesario, nos ponemos de acuerdo para quedar en otro sitio.

—Perfecto —dijo Ernest.

Rudolf y Peter miraron hacia la ciudad tratando de calcular a cuantos kilómetros se encontraban del centro.

El grupo se levantó a despedirles y a desearles suerte. Ellen, llorando, abrazó muy fuerte a Rudolf. Le daba tanto miedo separarse de él que no quería dejarle marchar. Rudolf le acarició la cabeza y le pidió que fuera fuerte.

—No te preocupes, querida, no te vas a poder librar de mí tan fácilmente.

—Prométeme que volverás a buscarme —le suplicó ahogada por las lágrimas. Ellen no aceptaba que después de varios fracasos sentimentales hubiese encontrado por fin al hombre de su vida y lo pudiese perder.

—No lo dudes —contestó Rudolf, y la besó suavemente en los labios. Luego se metió la mano en el bolsillo y sacó una cajetilla de cigarrillos.

—¡En marcha! —gritó, encendiendo un cigarrillo y dándole una calada enorme—. Estoy ansioso por acabar con esta pesadilla. Ellen, no llores, que no me va a pasar nada.

—Buena suerte y tened mucho cuidado —se despidió Ernest— Y, por favor, mantenednos informados.

Rudolf, Emilio, Peter y Sophy iniciaron la marcha. El sol calentaba con fuerza y la humedad era muy elevada. Los cuatro caminaban débiles y además tenían mucho calor.

Margarita le dijo a Ellen que se sentase a su lado. Le había prometido a Rudolf que trataría de consolarla. Ernest se tumbó a su otro lado y apoyó la cabeza sobre sus piernas. Margarita hablaba con Ellen mientras acariciaba la cabeza de Ernest y jugaba con su pelo.

Manuel y Gerry se sentaron bajo un árbol frutal y quedaron encargados de los walkies—talkies.

Pedro y algunos otros del grupo cogieron varias frutas de los árboles que repartieron entre todos.

Después de comer, se fueron tumbando. Hasta ese momento de quietud, ninguno había sido consciente de lo cansados que estaban. Llevaban cuatro días prácticamente sin dormir, mal comiendo y con una actividad física y mental frenética. Poco a poco, se entregaron al sueño, acariciados por la suave brisa del mar y por el sonido acompasado de las olas.

Mientras tanto, Rudolf, Sophy, Emilio y Peter caminaban a buen ritmo por el arcén de la carretera. Lo primero que hicieron, nada más llegar a la ciudad, fue entrar en una cafetería donde encontraron varias personas desayunando. Rudolf se dirigió al camarero y le preguntó por la comisaría de policía.

El camarero receló en un primer momento por su aspecto y luego le explicó que debían dirigirse al ayuntamiento, allí les atenderían.

Una vez a las puertas del edificio, Rudolf les comunicó a Gerry y a Manuel a través de su walkie—talkie que había llegado.




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