El eco de cada negociación cerrada, de cada acuerdo multimillonario sellado con un firme apretón de manos, resonaba en el vasto imperio que Leonidas Holfman había erigido ladrillo a ladrillo, dólar a dólar, a lo largo de sus treinta y ocho años. Era un titán en el tablero global, un nombre susurrado con respeto y una pizca de envidia en los círculos de poder. Su magnetismo no residía solo en su imponente presencia o en la fría inteligencia que destellaba en sus ojos grises, sino en la certeza silenciosa de un hombre que siempre obtenía lo que deseaba. Podía adquirir empresas enteras con la misma facilidad con la que elegía un vino de su extensa cava en su mansión de Mónaco, una de sus tantas residencias esparcidas por el mundo, desde el elegante apartamento en Nueva York con vistas a Central Park hasta la villa minimalista en las afueras de Tokio. Su colección de coches de lujo, cada uno una joya de ingeniería y diseño, permanecía impecable en garajes alrededor del globo, esperando el raro momento en que decidiera conducirlos él mismo.
Sin embargo, en el centro de ese universo de logros y posesiones, un vacío persistía, un eco silencioso que a veces lo sobresaltaba en la quietud de sus noches solitarias. No lograba identificar la naturaleza exacta de esa carencia, una sombra sutil que se extendía a pesar de tener el mundo a sus pies.
Su mente divagó hacia los años formativos, la brusca transición a la madurez tras la repentina pérdida de sus padres cuando apenas era un adolescente de trece años. Fue su abuelo paterno, Edward Holfman, un hombre de principios sólidos y corazón noble, quien tomó las riendas y lo crió como a un hijo había sido su más preciado tesoro. - “Recuerda, Leonidas,” le decía el anciano en esas largas noches junto a la chimenea, su voz grave pero cálida, -“la responsabilidad es el ancla que te mantendrá firme en la tormenta, y la lealtad, el faro que guiará tus decisiones.” pensó que era una lastima que se había ido tan temprano de su vida.
Otra constante era Tamara Reynolds, su eficiente y leal asistente personal. Tamara había estado a su lado desde los inicios de Holfman Global, cuando aún era una pequeña empresa local con grandes aspiraciones, fundada por él con una audacia impropia de sus veintisiete años. -“Leonidas, por favor,” le había suplicado Tamara la noche anterior por teléfono, su voz cargada de preocupación, -“Ya no necesitas involucrarte personalmente en cada due diligence. Para eso tienes un equipo entero. Es agotador verte viajar a aerolíneas de tercera categoría solo para evaluar su ‘ambiente’.” Para él, sin embargo, esa inmersión directa, ese contacto con la realidad operativa, era una descarga de adrenalina, una chispa que encendía una emoción que el lujo y el éxito rutinario habían comenzado a opacar.
Su mejor amigo, Alexander Mcallen, con quien compartía confidencias y ocasionales noches de excesos en sus años de juventud, se lo había dicho sin rodeos la última vez que cenaron en su club privado en Londres. -“Has llegado a un punto, Leo, donde el dinero ha comprado todas las emociones posibles. Ya no hay sorpresas, ¿verdad?” Tal vez Alex tenía razón. Las conquistas femeninas, efímeras y superficiales en su mayoría, terminaban invariablemente en una decepción mutua tras unas pocas semanas.
Ahora, se encontraba en un aeropuerto de provincia, un lugar que contrastaba fuertemente con la elegancia de los terminales privados a los que estaba acostumbrado. Holfman Global, la empresa que había comenzado con pequeñas inversiones y que ahora abarcaba cadenas de hoteles de lujo, restaurantes exclusivos con estrellas Michelin, Empresas internacionales y hasta extensos campos de golf, lo había traído hasta este punto. Esta pequeña aerolínea local, objeto de su actual escrutinio, le había generado más frustración que cualquier otra posible adquisición en años. La atención al cliente era deplorable, la profesionalidad, inexistente. Su conclusión era clara: no la adquiriría.
Sin embargo, el billete a París en ese vuelo, reservado antes de su evaluación in situ, seguía vigente. Leonidas no era hombre de cancelar compromisos, ni siquiera aquellos basados en una corazonada. Mientras aguardaba en la sala de espera, vestido de forma informal para pasar desapercibido, un anuncio resonó por los altavoces: el embarque había comenzado. Un suspiro de fastidio escapó de sus labios. El aburrimiento y el cansancio eran compañeros frecuentes en su vida, incluso en medio del lujo y el poder. Pero quizás, solo quizás, este vuelo anodino guardaba alguna sorpresa inesperada.