Leonidas Holfman, magnate de imperios y amo del silencio a voluntad, se reafirmaba en su juicio: este vuelo era una tortura superlativa. Cada estornudo ajeno, cada pataleo infantil, cada intento de conversación a viva voz de los pasajeros se conjuraba para asaltar la fortaleza de su paciencia. Su cabeza, que había comenzado el viaje con una punzada sorda, ahora palpitaba con una insistencia casi marcial, dificultando cualquier vestigio de concentración. Su fiel tablet, usualmente una extensión de su mente estratégica, yacía casi olvidada sobre la bandeja plegable, sus brillantes documentos y urgentes correos electrónicos eclipsados por el caótico concierto de la cabina.
La paz aséptica de su jet privado, los asientos de cuero Connolly que se amoldaban a su figura como un guante, el murmullo apenas perceptible de los motores Rolls-Royce... aquello era su santuario móvil. Aquí, en cambio, se sentía desterrado a una realidad ruidosa y vulgar, un recordatorio palpable de las comodidades que su vasta fortuna le permitía ignorar casi por completo. Incluso fantaseaba brevemente con la eficiencia silenciosa de Tamara organizando sus itinerarios, evitando a toda costa este tipo de "experiencias democráticas", como ella las llamaba con un deje de sarcasmo cariñoso.
Fue entonces, en medio de su ensimismamiento irritado, cuando una melodía inesperada se filtró a través de la delgada cortina color beige que separaba su zona, presumiblemente de clase ejecutiva aunque con estándares lamentables, del bullicio de la clase turista. Era una voz femenina, joven y con una inflexión risueña que parecía desafiar el ambiente general de fastidio. La siguió el tono elevado y acusador de otra mujer, la que parecía ser la encargada, enfrascada en una reprimenda airada. El objeto de su ira era otra joven, culpable de una insólita muestra de empatía: haber reubicado a unos ancianos para ofrecer su asiento, provisto de una cuna plegable, a una madre visiblemente agotada con un bebé en brazos.
La voz de la joven acusada, Dione, respondió con una calma sorprendente, aunque con un brillo de sarcasmo que no pasó desapercibido para Leonidas. -“El asiento tiene una cuna integrada, ¿no es una señal bastante clara?” argumentó con una lógica aplastante. -“Así la señora tendrá espacio para el bebé y podrá descansar sus brazos. Y quizás, solo quizás, un bebé más cómodo signifique un vuelo más tranquilo para todos. Trece horas con un niño en brazos no es precisamente un picnic.” La encargada, cuya voz replicó con una inflexibilidad exasperante: -“Si sabía que era un vuelo tan largo, debió haber pagado por un asiento más adecuado. ¡Y tú, Dione, deja de interferir y ve a preparar el carrito de comidas!”
-“Con el debido respeto,” respondió Dione, su tono ahora firme pero sin perder la cortesía, -“mi rol a bordo es como auxiliar de vuelo. Asistir a los pasajeros, velar por su seguridad y confort. Preparar y servir comidas no estaba precisamente en la descripción de mi contrato.” La respuesta de la encargada fue un bufido desdeñoso: -“En este vuelo, jovencita, todos hacemos lo que se necesite. No hay excepciones para las divas.”
Cuando la figura autoritaria se alejó, otro miembro de la tripulación, un joven con una voz amable, le dijo a la chica Dione. -“¿Cómo lo haces, Dione? ¿Cómo mantienes esa calma zen ante semejante energúmena?” Dione soltó una carcajada melodiosa, una burbuja de alegría en el aire enrarecido. -“Mi madre tenía un truco infalible,” compartió con una traviesa voz. -“Decía que cuando te encuentras con alguien tan insoportable que te dan ganas de estrangularlo con tus propias manos, imagines que es un osito de peluche gigante, un gatito adorable o un bebé indefenso. Y te quedes mirándolo con una sonrisa dulce y compasiva. Funciona al cien por ciento, te lo aseguro. Inténtalo con la jefa la próxima vez.” Ambos compartieron una risa cómplice, y Dione añadió con un guiño: -“La ternura forzada desarma a los monstruos, créeme.” Aquella pequeña escena, aunque ajena, sembró una semilla de curiosidad en la mente de Leonidas.
Unos minutos después, una presencia suave se detuvo junto a su asiento. -“Disculpe, señor,” dijo una voz que reconoció al instante, una voz que ahora le parecía tener una cualidad casi etérea. -“¿Le gustaría tomar algo antes de que comencemos con el servicio de bebidas?” Leonidas, absorto en una repentina e inusual divagación sobre la peculiaridad de aquella joven, levantó la vista lentamente. Y lo que vio lo dejó, por primera vez en muchos años, genuinamente sin palabras.
Era una visión que desafiaba toda lógica y experiencia previa. La belleza, en su vida, había sido una constante, una cualidad que encontraba a menudo en las obras de arte que coleccionaba o en los rostros sofisticados que adornaban los eventos sociales a los que asistía. Pero esta era diferente, una belleza cruda y vibrante que parecía emanar de una fuente interna inagotable. Sus ojos, grandes y de un verde tan intenso que parecían capturar la luz del sol, estaban enmarcados por unas pestañas oscuras y espesas. Sus labios, de una forma sensual y natural, invitaban a una sonrisa que iluminaba todo su rostro. Su nariz, pequeña y delicada, parecía esculpida por un artista perfeccionista. Y su cabello castaño claro, recogido en una coleta informal, brillaba con reflejos dorados bajo la tenue luz de la cabina. Nunca, en sus treinta y ocho años, una mujer había cautivado su mirada con tal inmediatez y fuerza. Con solo observarla, sintió una punzada de algo que creía dormido en su interior, una sensación de vitalidad y una punzante llamada del deseo físico que lo tomó por sorpresa.
-“¿Señor?” repitió ella, su voz ahora ligeramente teñida de un rubor que ascendía por sus mejillas de melocotón. Se percató de que él la miraba con una intensidad que parecía analizar cada rasgo de su rostro. Ella también lo observaba, con una curiosidad abierta y sin disimulo en sus ojos verdes. -“Sí,” logró articular Leonidas, su voz un poco más grave de lo habitual, -“Un café, por favor. Negro.” Ella asintió, un poco aturdida, y al entregarle la bebida, sus manos temblaron ligeramente. Cuando sus dedos se rozaron brevemente al pasarle la taza, una chispa eléctrica, sutil pero innegable, recorrió la piel de Leonidas. Fue una sensación extraña y maravillosamente perturbadora. El sonrojo en las mejillas de Dione se intensificó, regalándole a Leonidas una sonrisa involuntaria, una suave curvatura de labios que no pasaron desapercibidos para ella. Con una excusa murmurada sobre atender a otros pasajeros, Dione se retiró, dejando tras de sí una estela de sorpresa y una punzante curiosidad en el corazón del magnate.