La puerta lateral del Avión se abrió con un suave siseo, revelando la presencia discreta y eficiente del equipo de seguridad de Leonidas. Los observó con una punzada de ironía apenas velada; seguramente habían disfrutado de un viaje infinitamente más plácido y confortable en la sección designada para el personal de apoyo, lejos del bullicio y las incomodidades que él mismo había experimentado. Diego, su sombra personal, un hombre de complexión imponente y una parquedad lingüística casi legendaria, ya tenía la puerta del reluciente coche negro abierta, su rostro inexpresivo como una máscara tallada en granito. Leonidas, con un gesto súbito e inesperado, indicó a Ben, su jefe de seguridad, un hombre corpulento y de movimientos precisos, que se moviera del asiento del copiloto. -“Siéntate atrás conmigo, Ben,” ordenó con un tono que no admitía la más mínima objeción. “Necesito hablar contigo sobre algo importante.” Ben, acostumbrado a la autoridad implícita en la voz de su jefe y a la eficiencia silenciosa como su credo, asintió con un movimiento casi imperceptible de su cabeza y ocupó el asiento trasero, dejando espacio para Leonidas junto a Diego.
Una vez que ambos estuvieron instalados en la opulenta cabina del vehículo, cuyo cuero suave exhalaba un aroma sutil y caro, y el chofer puso en marcha el motor con una suavidad casi imperceptible, enfilando con elegancia hacia uno de los hoteles Holfman estratégicamente ubicados en los distinguidos barrios de la capital francesa, Leonidas descolgó su teléfono móvil de alta gama. Marcó con precisión el número directo de Tamara Reynolds, su asistente personal y confidente, la voz de la razón y la eficiencia en el torbellino de su vida empresarial. -“Tamara,” dijo con una firmeza que apenas velaba una excitación inusual, un ligero temblor en su tono habitualmente imperturbable, “Cierra la compra de la aerolínea. Quiero que los documentos estén listos para firmar a primera hora de la mañana.”
Al otro lado de la línea, se produjo un breve silencio, casi palpable, seguido de la voz incrédula y ligeramente alarmada de Tamara. -“¿La aerolínea? Pero… creí entender, por tu palabras en el correo que me enviaste, que la experiencia de este vuelo había afectado drásticamente tu decisión, Leonidas. Incluso mencionaste… bueno, no importa. ¿Estás seguro de esto?” Una sonrisa, casi juvenil y llena de una determinación recién descubierta, se dibujó en los labios de Leonidas, suavizando por un instante las líneas marcadas de su rostro. -“Simplemente… cambié de opinión,” respondió con una ligereza impropia de su carácter habitualmente pragmático y analítico. Tamara dejó escapar un suspiro audible al otro lado de la línea. -“Tú no ‘simplemente’ cambias de opinión, Leonidas. Cuando tomas una decisión, está grabada en piedra, es tan inamovible como las leyes fundamentales de la física. ¿Qué ha pasado para que reconsideres una inversión que hasta hace unas horas considerabas un ‘agujero negro’?” Un ligero matiz de impaciencia, una rareza en su trato con Tamara, se filtró en la voz de Leonidas. -“Tamara,” dijo con un tono que cortaba de raíz cualquier intento de interrogatorio prolongado, “No cuestiones mis decisiones. Cierra la compra. Los detalles no son relevantes en este momento. Confía en mi instinto. La convertiremos en una aerolínea próspera… pronto. Ahora, por favor, ocúpate de ello.”
Con un cortante -“Entendido, Leonidas,” Tamara dio por terminada la conversación, aunque Leonidas pudo percibir la persistente duda y una pizca de preocupación en su tono. Guardó el teléfono y se giró hacia Diego, cuyo rostro, inescrutable como siempre, no revelaba ningún indicio de curiosidad o sorpresa ante la repentina directiva. -“Diego,” dijo Leonidas con una seriedad que contrastaba marcadamente con su breve momento de ligereza, -“Necesito que investigues a una persona. Trabaja para esa aerolínea.” Diego asintió con un movimiento casi imperceptible de su cabeza, sus ojos oscuros fijos en el respaldo del asiento delantero.
En los diez años que llevaba trabajando para él, protegiéndolo con una lealtad silenciosa e inquebrantable, Leonidas apenas lo había escuchado pronunciar más allá de un monosílabo afirmativo o negativo, o alguna instrucción concisa relacionada directamente con su seguridad personal. -“El nombre es Dione,” añadió Leonidas, permitiendo que una sonrisa soñadora curvase sus labios mientras volvía la mirada hacia el bullicioso paisaje urbano que se deslizaba tras la ventana del coche. -“Dione…” pensó, la imagen de sus ojos verdes grabada en su mente con una intensidad sorprendente. -“Necesito toda la información que puedas recopilar sobre ella. Su historial laboral, su vida personal… todo. Quiero un informe completo mañana al mediodía.”
El coche se detuvo con una suavidad casi imperceptible frente a la imponente fachada de uno de sus hoteles insignia en París, un edificio que irradiaba elegancia y poder silencioso, un faro de su vasto imperio. Un botones uniformado, con una reverencia discreta, se apresuró a abrir la puerta, y Leonidas salió del vehículo con la seguridad innata de un hombre que sabe que el mundo, al menos su vasto y complejo mundo, se adapta a sus deseos y caprichos. Con paso firme y decidido, se dirigió a la entrada privada de los ascensores que lo llevarían directamente al penthouse, una suite de lujo exquisitamente decorada y siempre disponible en cada uno de sus establecimientos alrededor del mundo, un santuario personal al que podía retirarse del frenesí de sus negocios.
Al llegar a su santuario privado en las alturas de París, con sus amplias ventanas ofreciendo vistas panorámicas de la ciudad iluminada como un tapiz de luces centelleantes, Leonidas se despojó de la ropa con una impaciencia inusual, dejando caer su chaqueta de diseñador y su camisa impecable sobre una silla de cuero. Se sumergió en la profunda bañera de mármol, dejando que el agua caliente y perfumada aliviara la tensión acumulada en sus músculos tensos. Después, con un movimiento de su mano, llamó al servicio de habitaciones y pidió una cena ligera, una ensalada fresca y un vaso de leche tibia, junto con un analgésico suave para el dolor de cabeza que, para su sorpresa, parecía haber disminuido considerablemente su intensidad, casi como si la visión de aquella joven hubiera tenido un efecto inesperadamente balsámico. Tras la cena frugal y la píldora, se deslizó entre las sábanas de lino egipcio, la imagen de los ojos verdes penetrantes y la sonrisa radiante de Dione danzando persistentemente en los límites de su conciencia.