Dione se desperezó bajo las suaves sábanas del hotel parisino, la luz tenue que se filtraba por las cortinas anunciaba un nuevo día. Eran las siete de la mañana, una hora decente para comenzar su jornada de descanso. Tras una ducha rápida y revitalizante, salió del hotel con el estómago vacío y la promesa de un delicioso desayuno en su cafetería favorita, un pequeño rincón con encanto que siempre visitaba cuando sus escalas la traían a la ciudad del amor. París, a pesar de la detestable aerolínea para la que trabajaba, siempre ejercía una extraña fascinación en ella, una mezcla de belleza arquitectónica y un aire bohemio que resonaba con su espíritu libre. -“Si tan solo el trabajo no fuera una pesadilla constante,” suspiró mentalmente mientras caminaba por las adoquinadas calles matutinas, -“este sería el trabajo perfecto.”
En sus planes iniciales, la aerolínea solo sería un trampolín temporal. Antes de siquiera colgar su birrete de graduación, ya había recibido ofertas de varias empresas importantes, pero Holdings Global, con su sede en la vibrante San Francisco, era la que realmente había capturado su imaginación. Había investigado a fondo la compañía, desde sus humildes comienzos hasta su meteórico ascenso, y cada detalle la había entusiasmado. Algún día, soñaba en secreto, le gustaría tener algo propio, o al menos dirigir una empresa con esa visión y ese impacto. Era un anhelo que compartía a menudo con su madre, cuya memoria llevaba siempre consigo como un faro. Sin embargo, la implacable enfermedad de su madre la había obligado a posponer sus ambiciones y aceptar el trabajo en la aerolínea, una opción más cercana y flexible durante esos tiempos difíciles.
Ahora, sentada en la terraza de la cafetería, disfrutando del calor suave del sol parisino en un día espléndido, saboreando un delicioso desayuno y un refrescante jugo de frambuesa después de un café aromático, pensó que quizás, solo quizás, estos pequeños momentos de paz compensaban las turbulencias del trabajo. Sus pensamientos, inevitablemente, volvieron al apuesto desconocido del vuelo de ayer. Era extraño; nunca se había detenido realmente a analizar a los hombres de esa manera. No es que fueran invisibles para ella, después de todo, tenía ojos y era joven, pero ni siquiera en su adolescencia se había obsesionado con chicos o bailes. Siempre había sido tranquila, a pesar de participar en innumerables actividades durante su niñez y adolescencia. Los chicos estaban ahí, en su entorno, pero ninguno había logrado capturar su interés de una manera significativa. Lo mismo había ocurrido en la universidad, rodeada de compañeros masculinos durante toda su vida académica.
No era vanidosa, pero era consciente de su belleza, un rasgo que había heredado de su madre. En el aeropuerto, conocía hombres atractivos a diario; sus compañeros bromeaban llamándola "flor" por la manera en que parecía atraer las miradas masculinas, como las rosas a las abejas. Pero nunca, jamás, le había prestado tanta atención a un hombre como a este desconocido que ahora se había instalado cómodamente en un rincón de su mente, negándose a desalojar sus pensamientos. -“Por Dios, ni siquiera sé su nombre,” se reprendió mentalmente, mordiendo su labio inferior. -“Podría estar casado con una mujer hermosa y hogareña, tener tres hijos perfectos, un niño y dos niñas, correteando por una casa blanca de dos pisos con valla blanca y un ridículo perro caniche.” Una risa suave escapó de sus labios ante esa imagen, inevitablemente ligada al recuerdo fugaz de su padre, el hombre ausente que una vez, en un arrebato de curiosidad infantil, había buscado.
Recordó la escena: ella, una niña pequeña y curiosa, parada al otro lado de la calle, observando una casa ajena. Una figura masculina, vagamente familiar por las pocas fotos que su madre guardaba, había salido al porche, riendo con una mujer de rostro amable mientras observaban a unos niños rubios jugando en el jardín. Fue la primera y la última vez. Esa misma noche, con el corazón apesadumbrado por una mezcla de curiosidad satisfecha y una punzada de tristeza por lo que nunca fue, le había contado a su madre lo que había hecho. Su madre, siempre comprensiva y sabia, no la había regañado. En cambio, la había abrazado con fuerza y le había dicho con una dulzura infinita: -“No vuelvas a hacer eso, mi amor. Él se pierde de tu maravillosa presencia, no al revés. Recuerda siempre tu valor.” Una sonrisa nostálgica se dibujó en el rostro de Dione al evocar esas palabras. Su madre era increíble.
Terminó su desayuno con calma, disfrutando del ambiente parisino, y luego se dedicó a pasear sin rumbo fijo por algunas de las encantadoras calles cercanas. Visitó un pequeño museo de arte impresionista, maravillándose con los colores y las pinceladas que daban vida a escenas cotidianas. Envió varias fotos a Cecil, quien le había contado con entusiasmo sobre su exitoso encuentro con la familia de su novio. -“¡Están locos por mí! ¡Y la casa es enorme!” había escrito Cecil en un mensaje lleno de emojis de corazones.
A media tarde, Dione regresó al hotel, sintiéndose agradablemente cansada de su paseo. Se duchó con agua tibia, se deslizó bajo las sábanas y se permitió una siesta reparadora. Al despertar, aturdida por el sueño profundo, miró el reloj y se dio cuenta de que ya eran las diez de la noche, demasiado tarde para aventurarse a salir a cenar. Con pereza, pidió algo al servicio de habitaciones y luego se entretuvo viendo la televisión, pasando el resto de la noche saltando de un canal a otro hasta que el sueño la venció nuevamente. Pero incluso en el reino de Morfeo, una imagen persistía: la mirada intensa y enigmática del apuesto desconocido del avión, un recuerdo que se negaba a desvanecerse.