La tenue luz ámbar de las lámparas de noche pintaba la habitación con una calidez íntima, un santuario apartado del bullicio de la ciudad. La cama, cubierta por sábanas de seda negra que absorbían la luz y parecían palpitar con una energía contenida, nos esperaba como un altar secreto.
La deposité sobre la seda oscura con una lentitud reverente, como si sostuviera una joya invaluable. Me incliné sobre ella, mi aliento acariciando su piel, y comencé a besarla con una devoción que nacía de lo más profundo de mi ser. Cada centímetro de su cuerpo era un territorio inexplorado que anhelaba venerar. Mis labios se demoraron en el hueco de su cuello, en la curva de su hombro, en la delicada línea de su clavícula. Mis dedos, aún temblorosos por la excitación, deshicieron el cierre invisible de su vestido, la tela carmesí deslizándose como una promesa incumplida, revelando la exquisita arquitectura de su cuerpo bajo la lencería de encaje negro.
La contemplé desnuda por primera vez bajo esa luz tenue, y una sonrisa, una mezcla de deseo posesivo y ternura abrumadora, se extendió por mis labios. Era perfecta. La suave elevación de sus senos, la estrechez de su cintura que mis manos anhelaban abarcar, la sensualidad incipiente de sus caderas… parecía una aparición, una visión etérea que había tomado forma humana.
Me desnudé ante ella con una lentitud deliberada, despojándome de las capas que me separaban de su piel. Mi cuerpo, esculpido por años de disciplina y exigencia, no era algo que ofreciera a la ligera. Pero esa noche, bajo su mirada expectante, era solo para ella, una ofrenda silenciosa.
Me arrodillé al borde de la cama, mis ojos fijos en los suyos, y comencé mi descenso, marcando su piel con la humedad cálida de mis labios. Encendí fuegos lentos donde antes solo había una tibia anticipación. Besé sus senos con una lentitud tortuosa, trazando círculos húmedos con mi lengua alrededor de sus pezones erectos hasta que un gemido tembló en sus labios y su cuerpo se arqueó hacia mí, sus dedos enterrándose en mi cabello con una fuerza instintiva.
-“No te contengas, Dione,” susurré contra su piel, mi voz ronca por el deseo. -“Esta noche quiero oírte. Quiero sentir cada reacción en tu cuerpo.”
Mis besos continuaron su descenso, explorando la suave curva de su abdomen, el delicado hueco de su ombligo, hasta llegar al epicentro de su deseo. La besé allí con una maestría que parecía surgir de un instinto primal, saboreándola con una lengua lenta, firme, húmeda. Sus jadeos se hicieron más rápidos, su cuerpo se retorció ligeramente bajo mi toque, sus manos se aferraron a las sábanas como buscando un ancla en el torbellino de sensaciones desconocidas. El primer orgasmo la sacudió con una violencia dulce, su voz escapando de sus labios en un gemido puro, desnudo, que resonó en la quietud de la habitación.
Subí por su cuerpo, cubriéndola con el mío, el calor de mi pecho contra el suyo, la urgencia de mis labios encontrando los suyos con un hambre renovada.
-“Ahora sí, mi Dione,” dije, mirándola a los ojos, la pupila dilatada por el deseo. -“Voy a hacerte mía. Cada centímetro de ti.”
La penetré con una lentitud deliberada, con una paciencia que quemaba. Quería que cada sensación fuera nueva, exquisita, un rito de iniciación en el placer. Su cuerpo me recibió con una suavidad sorprendente, aunque un leve temblor de tensión recorrió sus músculos. La sostuve entre mis brazos, besando sus labios, susurrándole palabras dulces, promesas silenciosas de placer.
Cuando estuve completamente dentro de ella, permanecí inmóvil, permitiéndole acostumbrarse a la plenitud, al calor que nos unía. Luego comencé a moverme, lento al principio, rítmico, guiado por sus pequeños suspiros y el agarre firme de sus manos en mi espalda.
-“Eres tan estrecha… tan cálida…,” jadeé contra su cuello, sintiendo cómo su cuerpo me envolvía con una intensidad inesperada.
Los movimientos se volvieron más intensos, más rápidos, la respiración de ambos agitándose en un ritmo compartido. Dione ya no pensaba, solo sentía: el calor abrasador, el peso embriagador, el placer que crecía en oleadas imparables.
La tomé en diferentes ángulos, explorando cada faceta de su cuerpo. La senté sobre mí, guiando sus caderas con mis manos grandes mientras cabalgaba mi cuerpo, sus gemidos llenando la habitación como una melodía salvaje. Le susurré obscenidades al oído, palabras que encendían aún más el fuego entre nosotros, lamí su cuello, mordí suavemente sus labios, saboreando su sabor dulce y adictivo. Cada estocada profunda arrancaba un nuevo grito de placer, y ella se aferraba a mí como si yo fuera su único ancla en ese mar de sensaciones desconocidas.
El segundo orgasmo la sacudió con una intensidad aún mayor, su cuerpo tembló y gritó mi nombre al alcanzar la cima. La seguí segundos después, mi cuerpo tensándose hasta el límite, descargándome dentro de ella con un rugido contenido, mi alma vaciándose en la profundidad de la suya.
Quedamos así, enredados, sudorosos, temblorosos, nuestros corazones latiendo al mismo ritmo, respirando el mismo aire cargado de pasión.
El silencio que siguió fue cómodo, íntimo, un testimonio silencioso de la conexión que habíamos forjado. Besé su frente húmeda y me levanté despacio, mi cuerpo dolorido pero inexplicablemente ligero. Ella me siguió con la mirada lánguida, sus ojos brillantes de satisfacción, apenas capaz de moverse.
Fui al baño, abriendo los grifos de la bañera, dejando que el vapor perfumado llenara el aire como una promesa de alivio. Luego regresé a la cama y la levanté en mis brazos una vez más, su cuerpo desnudo apoyado contra el mío, sus brazos rodeando mi cuello con una ternura posesiva.
Entramos juntos en la bañera, el agua tibia envolviéndonos como un abrazo suave. La acomodé entre mis piernas, su espalda contra mi pecho, mis brazos rodeándola con posesividad.
-“El agua tibia te hará bien, mi amor,” susurré contra su oído, mi voz aún áspera por la pasión. -“Fue tu primera vez… quiero que te sientas cuidada. Amada.”