FascinaciÓn Eterna

CAPITULO. 14

La luz de la mañana se filtraba suavemente por las cortinas del dormitorio, tiñendo las sábanas de seda negra con un resplandor dorado. El silencio era tan profundo que parecía no querer romper la intimidad que los envolvía.

Leonidas abrió los ojos lentamente, sintiendo algo distinto antes de ver algo. Un calor nuevo. Un peso suave y cálido contra su pecho. Un suspiro tranquilo, apenas audible, que nacía justo debajo de su clavícula.

Dione.

Dormía profundamente, acurrucada contra él como si su cuerpo supiera que ese era su lugar. Su respiración era pausada, su piel desnuda tocaba la suya, y su cabello oscuro se derramaba como un velo sobre su brazo. Una de sus piernas estaba enredada entre las de él, su cuerpo envuelto en la seguridad de su abrazo.

Leonidas no se movió. Solo la contempló, fascinado.

Nunca había despertado así. Jamás se había dado el lujo de dormir con una mujer en sus brazos. Su vida era orden, disciplina, horarios implacables, límites precisos. Él era el primero en llegar a su trabajo cada día. Antes del amanecer, su reloj interno ya estaba despierto, marcando cada decisión, cada paso.

Pero esa mañana, no quiso saber la hora.

Por primera vez, ignoró el impulso de levantarse, de ser el primero en la oficina. Se quedó allí, inmóvil, como si moverse pudiera romper algo sagrado. Su mano recorrió lentamente la espalda de Dione, dibujando caminos con la yema de los dedos. Ella se removió ligeramente, murmurando algo incomprensible, y se acomodó aún más contra él, como si su cuerpo supiera que aún no era momento de despertar.

Leonidas sonrió. Una sonrisa real. Casi asombrada.

Le besó la frente, con una ternura que no solía permitirse, y luego el hombro, su piel aún tibia del amor que habían hecho la noche anterior. Su mente volvió por un instante a esos momentos: sus gemidos, su entrega, su temblor dulce al descubrir el placer por primera vez. Había algo profundamente íntimo en haber sido el primero… pero aún más en cómo ella lo había dejado entrar no solo en su cuerpo, sino en algo más profundo.

Dione empezó a abrir los ojos lentamente, pestañeando contra la luz. Cuando lo vio, tan cerca, tan presente, sonrió sin pensar.

—¿Qué hora es? —susurró con la voz suave, aún adormecida.

—No importa —respondió él, acariciándole el rostro—. Hoy el mundo puede esperar.

Ella rió bajito y se escondió en su cuello, como si le diera vergüenza la intensidad con la que él la miraba.

—¿Siempre te despiertas así de temprano?

—Siempre. Pero nunca con alguien así… en mis brazos.

Dione lo miró, y algo en su pecho se encogió. No era un cumplido vacío. Era la verdad, dicha con esa voz baja y rasposa que le recorría la columna como un escalofrío.

Sus manos se buscaron, sus labios se encontraron en un beso lento, lánguido, con sabor a amanecer y deseo renovado. Y cuando sus cuerpos comenzaron a moverse de nuevo, fue sin prisa, sin hambre salvaje, sino con una sensualidad fluida y profunda.

Leonidas se acomodó sobre ella, besándola con paciencia, explorando su cuerpo con las palmas abiertas, como si lo redescubriera. Ella abrió las piernas para recibirlo, sin miedo, solo deseo. Él la penetró con lentitud, sintiendo cómo su humedad lo envolvía por completo.

Los movimientos eran suaves, ondulantes, como olas en un mar tranquilo. La respiración se volvió jadeo, los suspiros se mezclaban con besos. Sus cuerpos se unían con una cadencia que parecía hecha solo para ellos, en ese rincón del mundo donde nadie más existía.

Cuando alcanzaron el clímax, fue como una expansión de luz. Silenciosa, íntima, poderosa. Se miraron fijamente mientras sus cuerpos temblaban, y en ese instante, sin palabras, algo se selló entre ellos.

Después, él la sostuvo contra su pecho, ambos cubiertos apenas por la sábana. El silencio volvió, pero ya no era incómodo: era compartido.

Caminaron juntos al baño, desnudos, como si esa complicidad hubiera estado siempre entre ellos. El agua cayó como una caricia mientras ella lo abrazaba por la espalda, presionando sus pechos contra él, sus labios rozando su cuello.

Él se giró, la empujó suavemente contra la pared húmeda de la ducha y la besó con hambre contenida. Las manos de ella resbalaron por su pecho hasta su miembro ya duro, y él le sostuvo las caderas, alzándola con fuerza.

La penetró en un solo movimiento, su espalda apoyada contra el azulejo caliente, sus piernas rodeándolo. El agua los envolvía, pero era su ritmo, su unión, lo que realmente los quemaba. Cada embestida era profunda, sólida, mientras se besaban como si no fueran a volver a hacerlo.

Cuando terminaron, jadeantes y mojados, Dione apoyó su frente contra la de él y dijo, riendo:

—No es mal ejercicio matutino.

Leonidas la volvió a besar. Estaba completamente rendido a esa mujer

El agua tibia nos envolvió en un abrazo sensual, lavando los restos de la pasión. Sus risas, suaves al principio, se volvieron contagiosas cuando la salpiqué juguetonamente, y ella respondió con una cascada de gotas brillantes que me hicieron entrecerrar los ojos. Mis manos se deslizaron por su piel húmeda, recordando cada curva, cada temblor. Esta vez no había urgencia, solo la dulce lentitud del descubrimiento, la caricia suave que precedía a la tormenta.

Al salir de la ducha, el vapor aún danzaba en el aire. Me sequé rápidamente, la rutina matutina interrumpida por su presencia. Mientras comenzaba a vestirme, la vi aparecer en la puerta del vestidor, envuelta en una de mis camisas blancas. Le quedaba enorme, la tela suave cayendo lánguidamente hasta la mitad de sus muslos, desabotonada estratégicamente hasta el ombligo, revelando un hombro desnudo y la insinuación tentadora de su piel.

-“¿Te molesta si tomo prestado esto?” preguntó con una inocencia fingida, sus ojos verdes brillando con una picardía traviesa. La sonrisa en sus labios era una confesión tácita de sus intenciones.




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