Las semanas previas a la dichosa fiesta de la empresa se habían evaporado en un torbellino de sonrisas robadas, caricias furtivas y una necesidad casi física de tener a Dione a mi lado cada segundo del día. Era una adicción dulce, una dependencia voluntaria a su luz. Un día, al recogerla en el aeropuerto después de uno de sus vuelos, la encontré charlando animadamente con un hombre vestido de piloto. No había coqueteo evidente, su actitud era la de alguien que interactúa con un conocido desde hace tiempo. Pero la forma en que él la miraba… con esos ojos que parecían desvestirla mentalmente… encendió una chispa de posesividad irracional en mi interior.
Me acerqué a ellos con una brusquedad innecesaria, mi tono más cortante de lo habitual. -“Dione, cariño, ¿todo listo?” Mi mano se posó con una firmeza excesiva en su cintura, marcando territorio como un cavernícola celoso.
Dione frunció el ceño, sorprendida por mi actitud. -“Sí, Leo. Ya vamos, te presento al capitán Morales. Es un compañero de la aerolínea.”
El piloto me ofreció una sonrisa tensa, incómoda. -“Señor Holfman, un placer.” Su mirada hacia Dione, sin embargo, seguía teniendo ese brillo lascivo que me hervía la sangre, aunque intentara disimularlo.
-“Sí, sí,” respondí secamente, tirando suavemente de Dione para alejarla, como si la estuviera rescatando de un depredador. -“Tenemos que irnos. Tengo una reunión importante.” Mentí descaradamente y casi la lleve a rastras.
Su mano se zafó de la mía con un movimiento brusco, sus ojos oscureciéndose con una molestia evidente. -“Leonidas, no tenias por qué ser tan grosero. Sé cuidarme sola, ¿sabes?” Su tono era firme, su labio inferior temblaba ligeramente por la frustración. -“Y sé perfectamente cuándo un hombre está siendo… insistente. No necesito que vengas a gruñirle a cada tipo que me dirige la palabra.”
-“¿Y apruebas ese tipo de… admiración?” espeté, la rabia nublando mi juicio y haciéndome decir algo de lo que me arrepentiría al instante. -“¿Te gusta esa atención? ¿Te sientes halagada?” La pregunta era venenosa, cargada de una inseguridad que me avergonzaba.
Sus ojos se abrieron con sorpresa, la incredulidad grabada en su rostro. Luego, esa sorpresa se transformó en una mezcla de dolor y una furia contenida. -“No tengo más nada que decirte, Leonidas, solo que si quieres que esto funcione no vas a comportarte como un maldito troglodita, soy lo suficientemente mayor para darme cuánta cuando un hombre me desea o le gustó ¿Sabes? Pero simplemente no puedo ser una perra al fin y al cabo somos compañeros de trabajo ” dijo, su voz apenas un susurro antes de que sus ojos se llenaran de lágrimas de pura incredulidad. Sin decir una palabra más, se dio la vuelta con una dignidad herida y se subió al coche donde Diego, siempre eficiente y observador, ya tenía la puerta abierta. Se sentó lo más lejos posible de mí, su cuerpo tenso y su mirada fija en la ventana. -“Diego, llévame a casa,” ordenó con la voz quebrada, como si pidiera refugio.
-“No,” dije, mi tono aún áspero, intentando aferrarme a mi absurda posesividad.
-“Sí,” replicó ella con una furia contenida que era mucho más aterradora que cualquier grito. -“No pienso pasar ni un minuto más al lado de un cavernícola celoso y estúpido que cree que soy de su propiedad.”
Hice un gesto silencioso a Diego, asintiendo con la cabeza. El camino a su apartamento estuvo sumido en un silencio glacial, cargado de una tensión palpable que casi podía tocarse. Al llegar, Dione salió del coche sin esperar a Diego, tomó su bolsa de viaje con un movimiento brusco y entró en el bloque sin siquiera mirarme, cerrando la puerta con un click seco que resonó como una sentencia.
Cuatro días pasaron en un limbo silencioso. Yo, consumido por una rabia sorda y la convicción errónea de estar en lo correcto. Ella, herida y distante, negándose a romper el silencio que había creado con mi estupidez. La tensión en mi oficina era palpable, incluso Tamara se movía con cautela a mi alrededor, como si temiera despertar a un oso malhumorado.
Finalmente, Alex irrumpió en mi despacho, su rostro una máscara de burla. -“¿Problemas en el paraíso, Otelo de pacotilla?”
Mi primera reacción fue el enfado, pero después de unos minutos de refunfuños y justificaciones patéticas, le conté torpemente lo sucedido. Alex me miró con una incredulidad exasperada. -“¿Eres imbécil, Leo? ¿En serio actuaste así? Es una mujer jodidamente hermosa, es normal que llame la atención. ¿Y no has visto cómo te mira? Está tan colgada de ti como tú de ella, solo que ella tiene la decencia de no comportarse como un primate territorial. Es una chica con principios, no va a revolcarse con el primer piloto que le sonría. Eres un completo idiota celoso.”
Sus palabras, crudas pero innegablemente ciertas, me golpearon como un balde de agua helada. Tenía razón. La había cagado monumentalmente, y mi inseguridad había sacado lo peor de mí.
-“Discúlpate. Ahora,” sentenció Alex antes de salir de mi oficina con un movimiento de cabeza, dejándome solo con el peso de mi error.
Tomé mi teléfono y marqué el número de Dione. El silencio al otro lado de la línea era como un reproche silencioso. Lo intenté dos veces más, la misma respuesta. Me levanté bruscamente. -“Tamara, necesito que canceles mis reuniones de la tarde. Tengo algo que atender.” Dejé a mi asistente con los ojos inyectados en una mezcla de curiosidad y resentimiento, y salí del edificio con una determinación renovada.
Llamé a Cecil desde el coche, mi corazón latiendo con una mezcla de ansiedad y arrepentimiento. -“Cecil, soy Leonidas. Necesito hablar con Dione. No contesta.”
Su risa al otro lado de la línea era divertida y ligeramente maliciosa. -“Oh, sí, vio tus llamadas. Las ignoró con una elegancia digna de una reina despechada. Está aquí, en su apartamento, lamiéndose las heridas de tu ataque de celos.”
Sonreí a pesar de mi angustia. Conocía el humor ácido de Cecil y sabía que, en el fondo, se preocupaba por Dione. “Necesito tu ayuda. ¿Qué puedo hacer?”