Estaba desgranando los granos de edamame de mi plato, saboreando la sutil dulzura que contrastaba con la acidez vibrante del aderezo de sésamo, mientras le contaba a Cecil la última, y francamente exasperante, entrega de la telenovela protagonizada por Tamara y su obsesión malsana con la vida de Leonidas. Cecil, mi roca, mi confidente y mi gurú del sarcasmo, escuchaba con una mezcla de indignación teatral y comentarios tan agudos que, a pesar de mi creciente frustración, lograban arrancarme una sonrisa involuntaria.
-“Y te juro, Cecil, la tipa actúa como si fuera la mismísima esposa de Leonidas, la primera dama de su imperio,” dije, dejando caer las vainas vacías en el cuenco de cerámica. -“Hace unas semanas, tuve que ir a sus oficinas a llevarle unos documentos importantes que se le habían quedado olvidados en su estudio. Íbamos de camino a esa gala benéfica, ¿te acuerdas? Y justo cuando estábamos saliendo, se dio cuenta de que los necesitaba urgentemente para una reunión crucial al día siguiente. Me pidió, casi como una orden, que se los entregara directamente a Tamara porque él tenía que salir disparado hacia otra reunión, algo de inversores, ya sabes cómo es él.”
Cecil bebió un sorbo largo y ruidoso de su margarita con una expresión de absoluta incredulidad, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de diversión y furia vicaria. -“¿Y qué pasó cuando tu dulce trasero aterrizó en el nido de la víbora oficinista?”.
-“Pues lo de siempre, Cecil, una fachada de cortesía forzada que se desmorona al primer contacto visual prolongado,” suspiré, recordando la atmósfera gélida de la oficina de Tamara. -“Como era de esperarse, algunas personas que me reconocieron de la fiesta de la empresa fueron súper amables, me saludaron con mucho cariño, preguntándome cómo estaba. Una chica encantadora de contabilidad, creo recordar, incluso se ofreció a acompañarme hasta la oficina de Leonidas. Y ahí estaba Tamara, sentada detrás de su escritorio como una esfinge de la eficiencia amargada, te lo juro. La imagen perfecta de la empleada modelo, si no fuera por la mirada de odio que me dedicó cuando entré.” Hice una pausa, sintiendo revivir la tensión palpable en el aire.- “Tuvimos una… conversación discreta, por llamarlo de alguna manera. Ella empezó con su cantaleta habitual de que lo estoy desconcentrando de sus ‘importantes labores’, que desde que estoy con él ha cambiado, como si mi mera existencia fuera un pecado capital que amenaza con derrumbar su imperio empresarial. Me dijo, con un tono condescendiente que me hizo hervir la sangre, que no debía ‘acostarme’ con él, como si fuera una cazafortunas interesada en su cuenta bancaria.”
Cecil bufó sonoramente, agitando su mano con desdén. -“¡Ay, por favor, Dione! ¿Acaso esa mujer cree que Leonidas es un santo ermitaño al que tú has corrompido con tus… encantos? ¡Qué ridícula! ¡Como si él no tuviera voluntad propia!”
-“Exacto,” asentí con vehemencia, sintiéndome revivir la irritación de ese momento. -“Le respondí con toda la calma del mundo, tratando de mantener una sonrisa dulce para exasperarla aún más, ya sabes cómo me gusta jugar a la cortesía hiriente. Le dije, con la mayor serenidad que pude fingir, que Leonidas es un hombre adulto, capaz de tomar sus propias decisiones, y que nuestras vidas privadas no eran asunto suyo. Y luego, en uno de esos intercambios estúpidos y circulares que solemos tener, donde ella se cree la empleada modelo preocupada por el bienestar de su jefe, le solté, con toda la dulzura sarcástica que pude reunir, que más que una empleada atenta, parecía una mujer despechada cuyo amor no era correspondido y que estaba proyectando su propia frustración en mí.”
Los ojos de Cecil se abrieron con una sorpresa divertida y un toque de alarma. -“¡Dione! ¡Le dijiste eso directamente a la cara?”
-“Tenía que hacerlo, Cecil. Su cara cambió por completo. Por un segundo fugaz, vi el pánico puro y duro en sus ojos, como si alguien hubiera descubierto su más oscuro secreto. Y ahí fue cuando se le cayó la máscara por completo. Sacó las garras, te lo juro. Empezó a hablarme con un veneno… Me dijo cosas horribles, insinuando que yo no era buena para Leonidas, que solo quería su dinero, que lo estaba manipulando…” Hice una pausa, recordando la rabia fría que me había invadido al escuchar sus acusaciones. -“Le aplaudí, Cecil. Sí, le aplaudí lentamente, con una sonrisa irónica. La felicité por su convincente actuación teatral y le dije que por fin estaba mostrando su verdadera cara, la de una mujer amargada y celosa.”
Cecil jadeó dramáticamente, llevándose una mano al pecho. -“¡Santa madre de los tacones altos! ¡La guerra fría se ha convertido en una conflagración nuclear!”
-“Oh, sí,” confirmé con una sonrisa amarga. -“Me dio una bofetada. Una bofetada seca y dolorosa. Y yo, mi querida Cecil, se la devolví al instante, con más fuerza de la que esperaba, la adrenalina corriendo por mis venas. Le dije algo que la dejó temblando de rabia detrás de su impecable escritorio. Le dije que yo me había ganado el afecto de Leonidas honestamente, con cariño y respeto mutuo, y que la oportunidad de ella la había dejado escapar hace muchos años, cuando solo veía en él un jefe al que manipular para ascender en la empresa.”
Cecil silbó entre dientes, su rostro reflejando una mezcla de admiración y preocupación. -“¡Carajo, Dione! ¡No te metes con la secretaria despechada! Esa mujer va a tramar algo oscuro, te lo digo.”
-“Desde ese día, ella está intentando hacerme la vida imposible. Lo llama a cualquier hora, y lo peor es que parece tener un sexto sentido para saber exactamente cuándo estamos juntos. Suena el teléfono en medio de la cena romántica, en mitad de… ya sabes… momentos íntimos. Es una perra, la verdad es que entiendo que este enamorada de Leonidas Pero que tengo yo que ver en eso, que se moleste con el no conmigo,” dije, repitiendo su acertada descripción, lo que provocó una de sus acostumbradas ocurrencias hilarantes.