FascinaciÓn Eterna

CAPITULO. 20

Había llegado el momento. Sentado en mi imponente sillón de cuero, con la luz de la tarde filtrándose a través de los ventanales de mi oficina, la pequeña caja de terciopelo azul oscuro reposaba sobre mi escritorio como un tesoro preciado. El anillo de mi madre. Un ópalo iridiscente rodeado de pequeños diamantes, una joya que había significado tanto para ella y que ahora simbolizaría mi amor eterno por Dione. Estaba listo. Más que listo. Amaba a esa mujer con una intensidad que jamás creí posible, una vorágine de afecto que consumía cada rincón de mi ser. No podía imaginar mi vida sin su risa, sin su ingenio, sin la forma en que iluminaba incluso mis días más oscuros. No iba a dejar que se me escapara.

-“Alex,” dije, mi voz cargada de una determinación tranquila, mientras mi mejor amigo se recostaba despreocupadamente en una de las sillas de visitas. -“Es hora.”

Alex arqueó una ceja, una sonrisa curiosa jugando en sus labios. -“¿Hora de qué, mi estoico amigo? ¿De que finalmente admitas que Dione te tiene completamente embelesado?”

Solté una pequeña risa, una admisión tácita de su acertada observación. -“Más que embelesado, Alex. La amo. Con una locura que me asusta y me maravilla a partes iguales. Y no pienso perderla.” Señalé la caja sobre el escritorio. -“Este era de mi madre. Quiero que sea de ella.”

Los ojos de Alex se suavizaron, un raro gesto de sentimentalismo en su rostro generalmente cínico. -“Es hermoso, Leo. Ella estará… encantada.”

-“Eso espero,” suspiré, un atisbo de nerviosismo colándose en mi voz. -“Estoy preparando algo… especial. Quiero que sea perfecto.”

En ese preciso instante, la puerta de mi oficina se abrió, revelando a Tamara en el umbral. Su rostro estaba inusualmente pálido, casi sin color, y sus ojos oscuros parecían dilatados, fijos en la pequeña caja azul que reposaba sobre mi escritorio. Parecía no haberse percatado de la presencia de Alex.

“Leonidas,” comenzó con una voz apenas audible, como si estuviera hablando en sueños. “Necesitaba… entregarte este informe.”

Alex, siempre observador, la miró con preocupación. “Tamara, ¿te encuentras bien? Estás… pálida.”

Ella parpadeó, como si volviera a la realidad, y forzó una pequeña sonrisa. “Sí, Alex. Solo… un ligero malestar.”

Alex entrecerró los ojos, su mirada inquisitiva. -“Hablando de… momentos importantes,” dijo, dirigiéndose a Tamara con una astucia que solo yo conocía. “¿Cuál dirías que es la manera ideal en que un hombre debería proponerle matrimonio a una mujer?"

Tamara pareció tensarse ligeramente ante la pregunta, pero respondió con una formalidad casi robótica. -“Creo que la tradición es lo más apropiado. Una cena elegante, un anillo presentado en una caja de terciopelo… es la manera correcta de demostrar seriedad y compromiso.” Hizo un énfasis particular en la palabra “correcta”.

Alex sonrió con ironía. -“Sí, eso es lo que ‘siempre’ se hace. Aunque algunas mujeres lo tachan de un poco… cliché. Hay quienes prefieren algo más único, más personal, algo que refleje la singularidad de su relación.”

Una sombra de desdén cruzó el rostro de Tamara. -“Supongo que esa clase de extravagancia es para cierto tipo de mujer… con gustos menos… refinados.” Se despidió con una excusa vaga y se retiró rápidamente de la oficina, su compostura habitual ligeramente alterada.

Alex negó con la cabeza, una sonrisa divertida curvando sus labios. “¿Y tú cuándo te vas a dar cuenta, mi querido amigo, de que la excelentísima y aplicada Tamara lleva suspirando por tus huesos desde hace años?”

Me reí con incredulidad. -“Somos muy amigos, la quiero muchísimo, es una persona invaluable para mí. Pero siempre la he visto como una buena amiga, casi como una hermana.”

Alex me miró con una expresión de exasperación cómica. -“Estás completamente en lo cierto, Leo. Pero bueno…” Dejó la frase inconclusa, cambiando de tema con su habitual pragmatismo.

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Aterricé con el cuerpo entumecido y la cabeza dando vueltas. El vuelo había sido un infierno, lleno de turbulencias inesperadas y un niño pequeño llorando a mi lado durante siete interminables horas. Para colmo, esa sensación extraña en el estómago, una mezcla de náuseas y una pesadez incómoda, no me había abandonado en días.

En el baño del aeropuerto, mientras Cecil se arreglaba frente al espejo después de usar el inodoro, seguía contándome con indignación la última interacción de su suegra con ella. -“Y te juro, Dione, parece que le debo dinero o algo así. Cada vez que me ve, pone esa cara como si hubiera mordido un limón. ¡Y no entiendo por qué! Siempre he sido amable con ella, la he invitado a cenar, antes no era asi…”

De repente, levanté la cabeza y me miré a través del espejo. Mi reflejo me devolvió un rostro pálido, casi verdoso. -“Dione, ¿sigues sintiéndote mal?” preguntó Cecil, notando mi cambio de color.

Pero mi mente estaba en otra parte, haciendo cálculos frenéticos. Mi periodo debió haber llegado a mediados de la semana pasada. Hoy era jueves… Empecé a contar mentalmente, luego con los dedos discretamente apoyados en mi muslo. Un escalofrío de incertidumbre recorrió mi cuerpo.

Cecil, al notar mi extraña contabilidad silenciosa, se acercó con el ceño fruncido. -“¿Qué estás haciendo?”

Me incliné hacia ella y le susurré al oído, como si compartiera el secreto más importante del universo: -“Creo que… creo que estoy embarazada.”

Cecil se enderezó bruscamente y exclamó en voz alta: -“¡¿QUÉ?!”

Le llevé una mano a la boca, horrorizada, mirando rápidamente a nuestro alrededor para asegurarme de que nadie más nos hubiera escuchado en el concurrido baño del aeropuerto. -“¡Shhh! ¡Baja la voz, Cecil!”

Los ojos de Cecil estaban desorbitados. -“¿Embarazada? ¿En serio?”

-“Eso creo. Pero… no estoy segura.” La
incertidumbre me invadió. ¿Cómo se lo tomaría Leonidas? Nunca habíamos hablado de esto.




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